1
El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él.
El desierto era inmenso, la apoteosis de todos los desiertos, y se extendía bajo el firmamento en todas direcciones en una distancia de tal vez varios parsecs. Blanco, cegador, reseco, desprovisto de cualquier rasgo distintivo salvo por la tenue silueta brumosa de las montañas recortadas en el horizonte y por la hierba del diablo, que producía dulces sueños, pesadillas y muerte. Alguna que otra lápida señalaba el camino, pues el borroso sendero que serpenteaba sobre la gruesa corteza alcalina otrora había sido una pista recorrida por diligencias. Desde entonces, el mundo había avanzado. El mundo se había vaciado.
El pistolero caminaba impasible, sin apresurarse ni entretenerse. De su cintura pendía un odre de cuero casi lleno de agua, como una salchicha inflada. En el transcurso de muchos años había ido avanzando en el khef hasta alcanzar el quinto nivel. De haber llegado al séptimo o al octavo no tendría sed; habría podido observar la deshidratación de su cuerpo con un desapegado interés clínico, enviando el agua a sus resquicios y oscuros huecos internos sólo cuando su lógica se lo indicara.
No estaba en el séptimo ni en el octavo nivel. Estaba en el quinto. Por lo tanto, tenía sed aunque no sintiera ningún anhelo especial de beber. De una manera vaga, todo aquello lo complacía. Era romántico.
Por debajo del odre de agua se hallaban las pistolas, cuyo peso se adaptaba a su mano con toda precisión. Las dos correas se cruzaban sobre su bajo vientre. Las fundas estaban tan bien engrasadas que ni siquiera aquel sol de justicia podría agrietarlas. Las culatas de los revólveres eran de sándalo, amarillas y de finísima textura. Las fundas iban sujetas a los muslos mediante cordones de cuero sin curtir, y oscilaban pesadamente contra las caderas. Las vainas de latón de los cartuchos embutidos en las cananas centelleaban y emitían destellos como un heliógrafo bajo el sol. El cuero crujía levemente. Las pistolas, en cambio, no producían el menor ruido. Habían vertido sangre. En la esterilidad del desierto sobraban los ruidos.
Su ropa era incolora como la lluvia o el polvo. Llevaba una camisa de cuello abierto, con una tirilla de cuero enlazada con holgura en los ojales perforados a mano. Los pantalones eran de tela basta y las costuras estaban desgastadas.
Superó la suave pendiente de una duna (aunque allí no había arena; el suelo del desierto era compacto, e incluso los duros vendavales que soplaban al caer la noche levantaban apenas una irritante polvareda, tan áspera como el polvo de fregar) y vio los pisoteados restos de una minúscula fogata en la vertiente umbría, allí donde el sol desaparecía primero. Aquellos pequeños signos, que reafirmaban la esencia humana del hombre de negro, siempre le habían complacido. Sus labios se extendieron sobre los marcados y descarnados restos de la cara. Se puso en cuclillas.
Había prendido la hierba del diablo, naturalmente. Era la única cosa que podía arder por aquellos parajes. Emitía una luz grasienta y mortecina, y se consumía lentamente. Los moradores de los confines le habían advertido que los diablos vivían incluso en las llamas; aquéllos, aunque utilizaban la hierba como combustible, evitaban mirar su luz. Decían que los diablos hipnotizaban y hacían señas, y finalmente atraían al que fijara su vista en la hoguera. Y el siguiente hombre que
fuera lo bastante incauto como para mirar el fuego tal vez viera entre las llamas el rostro del anterior.
La hierba quemada estaba dispuesta en el ya familiar diseño ideográfico, y se deshizo en una gris carencia de significado bajo la mano del pistolero. Entre las cenizas no había nada más que un fragmento de tocino chamuscado, y lo ingirió con aire pensativo. Siempre era lo mismo. El pistolero llevaba ya dos meses persiguiendo al hombre de negro a través del desierto, a través de aquella interminable desolación de purgatorio, monótona hasta la locura, y aún no había hallado más que los higiénicos y estériles ideogramas de las fogatas del hombre de negro. No había encontrado siquiera una lata, una botella o un odre de agua (el pistolero ya había dejado cuatro tras de sí, que parecían mudas de serpiente).
Puede que las fogatas sean un mensaje cuidadosamente deletreado, pensó. Date el piro. O bien El fin se aproxima. O quizás incluso Coma en Joe's. No le importaba. No comprendía los ideogramas, si de eso se trataba, y aquellas cenizas estaban tan frías como todas las demás. Sabía que estaba más cerca, pero ignoraba por qué lo sabía. Tampoco eso le importaba. Se puso en pie y se frotó las manos.
Ninguna otra pista, el viento, cortante como una cuchilla, habría borrado sin duda las escasas huellas que hubieran podido quedar en la dura corteza. El pistolero no logró siquiera encontrar los excrementos de su presa. Nada. Solamente aquellas cenizas frías a lo largo de la antigua pista y el implacable telémetro que llevaba en la cabeza.
Tomó asiento y se permitió un breve sorbo del odre. Escrutó el desierto y alzó la vista hacia el sol, que se deslizaba ya por el cuadrante más remoto del cielo. Se incorporó, sacó los guantes, que llevaba sujetos bajo el cinturón, y comenzó a arrancar manojos de hierba del diablo para su propia hoguera y a depositarlos sobre las cenizas que había dejado el hombre de negro. Esta ironía, como el romanticismo que hallaba en la sed, le resultó amargamente atractiva.
No utilizó el eslabón y el pedernal hasta que lo único que quedaba del día fue el fugitivo calor del suelo bajo sus pies y una sardónica línea naranja sobre el monocromo horizonte occidental. Observó hacia el sur con paciencia, en dirección a las montañas, no porque albergara la esperanza de divisar la línea de humo, fina y vertical, de una nueva fogata, sino sencillamente porque observar formaba parte de la persecución. No vio nada. Estaba cerca, pero sólo relativamente; no tanto como para distinguir el humo en el crepúsculo.
Hizo saltar chispas sobre la hierba seca y desmenuzada, y se tendió contra el viento, dejando que el ensoñador humo soplara hacia el erial. El viento, salvo por algún torbellino de polvo, permanecía constante.
En lo alto, las estrellas, también constantes, no parpadeaban. Soles y mundos a millones. Vertiginosas constelaciones, fuego helado en todos los tonos primarios. Mientras miraba, el cielo cambió de violeta a ébano. Un meteorito trazó un arco fugaz y espectacular, y se desvaneció. El fuego dibujaba extrañas sombras a medida que la hierba del diablo iba ardiendo lentamente y se asentaba en nuevos diseños; no ideogramas, sino entramados aleatorios vagamente amenazadores por su propio aplomo pragmático. El pistolero había dispuesto el combustible no de forma intencionada, sino funcional. Le hablaba de blancos y negros. Le hablaba de un hombre que podía componer malas imágenes en extraños cuartos de hotel. La fogata ardía con llamas lentas y constantes, y en su núcleo incandescente danzaban espectros. El pistolero no lo veía. Estaba dormido. Los dos diseños, arte y habilidad, se fundieron. Gimió el viento. De vez en cuando, una perversa corriente descendente hacía que el humo se arremolinara y flotara hacia él, y esporádicas vaharadas llegaban a tocarlo. Éstas le producían sueños, del mismo modo en que un pequeño cuerpo extraño es capaz de producir una perla en una ostra. De vez en cuando el pistolero gemía con el viento. Las estrellas permanecían tan indiferentes a esto como lo eran a guerras, crucifixiones y resurrecciones. También eso lo habría complacido.
2
Había bajado por la ladera, de la última estribación llevando del ronzal a su acémila, cuyos ojos estaban ya muertos y abombados a` causa del calor. Hacía ya tres
semanas que había cruzado la última población y desde entonces sólo había visto la desierta ruta de las diligencias y algún que otro grupo de casuchas del, tepe arracimadas, donde habitaban los moradores de los confines. Los grupos de viviendas iban degenerando en chozas aisladas, ocupadas la mayoría por locos o leprosos. El pistolero descubrió que prefería la compañía de los locos. Uno de ellos le había entregado una brújula Silva de acero inoxidable, rogándole que se la diera a Jesús. El pistolero la aceptó solemnemente. Si alguna vez lo veía, le cedería la brújula. No creía que algo así fuera a ocurrir.
Cinco días habían transcurrido desde la última choza, y ya empezaba a sospechar que no encontraría ninguna otra cuando llegó a la cima de la última loma
erosionada y divisó la forma familiar de un bajo techo de tepe.
El morador, un hombre de sorprendente juventud con una desgreñada mata de pelo de color fresa que le llegaba casi a la cintura, estaba desherbando una diminuta parcela de maíz con celoso abandono. La mula resolló asmáticamente y el morador alzó la vista, centrando al instante los brillantes ojos azules en la figura del pistolero. Levantó ambas manos en un brusco saludo y se inclinó de nuevo sobre el maíz para formar un caballón en la hilera más cercana a su choza, encorvado, arrojando por encima del hombro la hierba del diablo y alguna que otra planta de maíz atrofiada. Su cabellera ondulaba y flotaba al viento, que en aquellos momentos provenía directamente del desierto, sin que nada lo contuviera.
El pistolero descendió poco a poco por la ladera guiando a la acémila, sobre la que se bamboleaban los odres de agua con un ruido de chapoteo. Se detuvo al borde de la pedregosa parcela, tomó un sorbo de uno de los odres, para aumentar la salivación, y escupió al árido suelo.
-Vida para su cosecha.
-Vida para la suya -respondió el morador, incorporándose.
Se oyó cómo le crujía la espalda. Estudió al pistolero sin ningún temor. La poca cara visible entre la barba y los cabellos no parecía estar marcada por la putrefacción y sus ojos, aunque un tanto salvajes, parecían cuerdos.
-Sólo tengo maíz y judías -anunció-. El maíz es gratis, pero tendrá que darme algo por las judías. Un hombre viene a traérmelas de vez en cuando. Nunca se queda mucho tiempo. -El morador profirió una breve risa-. Tiene miedo a los espíritus.
-Supongo que lo toma por uno de ellos.
-Supongo.
Se miraron en silencio durante unos instantes. El morador extendió la mano.
-Me llamo Brown.
El pistolero se la estrechó. Mientras lo hacía, un cuervo descarnado graznó desde el aplastado techo de tepe. El morador lo señaló con un gesto fugaz.
-Ése es Zoltan.
Al escuchar su nombre el cuervo volvió a graznar y alzó el vuelo hacia Brown. Se posó en la cabeza del morador y se aseguró, hundiendo firmemente las garras en la enredada mata de pelo.
-Que te jodan -graznó jovialmente Zoltan-. Que te jodan a ti y al caballo en que viniste.
El pistolero asintió amistosamente.
-Judías, judías, la fruta musical -recitó el cuervo, inspirado-. Cuantas más comes, más resuenas.
-¿Le enseña usted eso?
-Me parece que es lo único que le interesa aprender -explicó Brown-. Una vez traté de enseñarle el padrenuestro. -Sus ojos se desviaron por un instante
más allá de la choza, hacia el yermo áspero y sin relieve-. Supongo que éste no es un país para padrenuestros. Usted es un pistolero, ¿verdad?
-Sí. -Se acuclilló y sacó papel y tabaco.
Zoltan se lanzó desde la cabeza de Brown y se posó, aleteando, en el hombro del pistolero.
-Va detrás del otro, supongo.
-Sí. -Sus labios formularon la inevitable pregunta-: ¿Cuánto hace que ha pasado por aquí?
Brown se encogió de hombros.
-No lo sé. Aquí el tiempo es extraño. Más de dos semanas. Menos de dos meses. El hombre de las judías ha venido dos veces desde que lo vi. Diría que unas seis semanas. Es muy probable que me equivoque.
-Cuantas más comes, más resuenas -dijo Zoltan.
-¿Se detuvo aquí?
Brown asintió.
-Se quedó a cenar, igual que hará usted, supongo. Pasamos el rato.
El pistolero se puso en pie y el ave revoloteó de vuelta al techo dando graznidos. Sentía un anhelo peculiar y tembloroso.
-¿De qué habló?
-No lo sé. Aquí el tiempo es extraño. Más de dos semanas. Menos de dos meses. El hombre de las judías ha venido dos veces desde que lo vi. Diría que unas seis semanas. Es muy probable que me equivoque.
-Cuantas más comes, más resuenas -dijo Zoltan.
-¿Se detuvo aquí?
Brown asintió.
-Se quedó a cenar, igual que hará usted, supongo. Pasamos el rato.
El pistolero se puso en pie y el ave revoloteó de vuelta al techo dando graznidos. Sentía un anhelo peculiar y tembloroso.
-¿De qué habló?
Brown enarcó una ceja.
-No dijo gran cosa. Que si llovía alguna vez, que cuándo llegué aquí, que si había enterrado a mi esposa. Yo llevé el peso de la conversación, y no es lo corriente. -Hubo una pausa, y el único sonido fue el de la ventolera-. Es un hechicero, ¿verdad?
-Sí.
Brown asintió lentamente.
-Lo sabía. Y usted, ¿también lo es?
-Yo sólo soy un hombre.
-Nunca lo atrapará.
-Lo atraparé.
Se miraron el uno al otro y se estableció una súbita corriente de simpatía entre los dos hombres, el morador en su parcela reseca y polvorienta, el pistolero en
la dura ladera que descendía gradualmente hacia el desierto. Este último alargó la mano para coger el pedernal.
-Tenga. -Brown sacó una cerilla con cabeza de azufre y la encendió frotándola con una uña sucia de tierra. El pistolero acercó la punta del pitillo a la llamita y aspiró.
-Gracias.
-Querrá usted rellenar los pellejos -apuntó el morador, dándose la vuelta-. La fuente está bajo el alero de atrás. Empezaré a hacer la cena.
El pistolero avanzó cautelosamente entre las hileras de maíz y rodeó la parte de atrás de la vivienda. La fuente manaba al fondo de un pozo excavado a mano y revestido de piedras para impedir que se desmoronaran las paredes de tierra. Mientras descendía por la destartalada escalera, el pistolero calculó que aquellas piedras fácilmente podían representar dos años de trabajo: acarrearlas, arrastrarlas, colocarlas. El agua era clara pero fluía lentamente, y tardó un buen rato en llenar todos los odres.
Mientras subía el segundo odre, Zoltan se detuvo en el borde del pozo.
-Que te jodan a ti y al caballo en que viniste -comentó.
Sobresaltado, el pistolero alzó la vista. El pozo tenía unos cinco metros de profundidad: a Brown le resultaría muy fácil arrojarle una piedra, romperle la cabeza y robarle todo lo que poseía. Sólo un chiflado o un podrido no lo harían; Brown no era ninguna de las dos cosas. Sin embargo, Brown le gustaba, de modo que desechó la idea y siguió rellenando sus cueros. Lo que hubiera de ser sería.
Cuando cruzó el umbral de la choza y descendió los escalones (la cabaña en sí quedaba bajo el nivel del suelo, a fin de retener y aprovechar el frescor de las noches), Brown estaba removiendo unas mazorcas de maíz sobre las ascuas del pequeño fuego con ayuda de una espátula de madera dura. Había dispuesto dos platos descascarillados en los extremos opuestos de una manta parduzca. El agua para las judías comenzaba a hervir en un caldero suspendido sobre el fuego.
-Le pagaré también el agua. Brown no levantó la cabeza.
-El agua es un regalo de Dios. Las judías las trae Pappa Doc.
El pistolero emitió un gruñido que era una risa, se sentó con la espalda apoyada en una pared áspera, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Al cabo de un rato le llegó hasta la nariz el olor a maíz tostado. Hubo un golpeteo como de guijarros cuando Brown vació un cucurucho de judías secas en el caldero. Un tak-tak-tak esporádico cuando Zoltan se paseaba inquieto por el techo. Estaba cansado; desde el horror que había ocurrido en Tull, la última aldea, venía haciendo jornadas de dieciséis y hasta dieciocho horas. Y los últimos doce días había ido andando; la mula estaba al límite de sus fuerzas.
Tak-tak-tak.
Dos semanas, le había dicho Brown, o quizá tantas como seis. No importaba. En Tull había calendarios, y la gente se acordaba del hombre de negro por el viejo que había curado al pasar. Tan sólo un viejo moribundo por culpa de la hierba. Un viejo de treinta y cinco años. Y, si Brown estaba en lo cierto, el hombre de negro había perdido terreno desde entonces. Pero a partir de ahí empezaba el desierto. Y el desierto sería un infierno.
Tak-tak-tak.
-Préstame tus alas, pájaro. Las desplegaré y planearé sobre las corrientes térmicas.
Se dispuso a dormir.
3
Brown lo despertó cinco horas más tarde. Había oscurecido. La única luz era el apagado resplandor cereza de las brasas amontonadas.
-Se ha muerto la mula -dijo Brown-. La cena está lista.
-¿Cómo?
Brown se encogió de hombros.
-Tostada en las brasas y hervida, ¿cómo si no? ¿Tiene manías?
-No, la mula.
-Se ha tendido de lado y ya está. Parecía una mula vieja. -Y, con una nota de disculpa, añadió-: Zoltan se ha comido los ojos.
-Oh. -Como si no le sorprendiera-. Está bien. Cuando se acomodaron ante la manta que hacía las veces de mesa, Brown volvió a sorprenderle al pronunciar una breve bendición: lluvia, salud, expansión para el espíritu.
-¿Cree en una vida futura? -preguntó el pistolero mientras Brown dejaba en su plato tres mazorcas de maíz calientes.
Brown asintió: -Creo que es ésta.
4
Las judías eran como balas y el maíz estaba duro. En el exterior, el viento silbaba y gemía incesantemente en torno a los aleros del techo, casi al nivel del suelo. El pistolero comió ávidamente, deprisa, y bebió cuatro tazas de agua con la comida. Antes de terminar sonó un tableteo de ametralladora en la puerta. Brown se levantó y dejó entrar a Zoltan. El ave cruzó volando la habitación y se acurrucó pesarosamente en la esquina y masculló:
-Fruta musical.
Después de cenar, el pistolero ofreció su tabaco. Ahora. Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown no le preguntó nada. Se limitaba a fumar y a contemplar las moribundas ascuas del hogar. Dentro de la choza, la temperatura había descendido de manera perceptible.
-No nos dejes caer en la tentación -dijo de pronto Zoltan, apocalípticamente.
El pistolero se sobresaltó como si le hubieran disparado. De repente se sintió seguro de que todo aquello era una ilusión desde el principio (no un sueño: un encantamiento), de que el hombre de negro había urdido un ensalmo y estaba intentando decirle algo de una manera enloquecedoramente simbólica y oscura.
-¿Ha pasado por Tull? -inquirió de pronto. Brown asintió.
-Cuando vine hacia aquí, y otra vez antes para vender maíz. Ese año había llovido. Duró quizás unos quince minutos. Pareció como si la tierra se abriera para sorber el agua. Al cabo de una hora estaba tan blanca y reseca como siempre. Pero el maíz... Dios, el maíz. Se lo veía crecer. Pero eso no era lo malo; también se lo oía, como si la lluvia le hubiera dado una boca. No era un sonido agradable. Daba la impresión
de suspirar y quejarse al salir hacia la superficie. -Hizo una pausa-. Tenía de sobras, así que me lo llevé y lo vendí. Pappa Doc se ofreció a venderlo por mí, pero me habría estafado. Fui yo.
-¿No le gusta el pueblo?
-No.
-Estuvieron a punto de matarme -añadió bruscamente el pistolero.
-¿Ah, sí?
-Maté a un hombre que había sido tocado por Dios -explicó-. Pero no había sido Dios sino el hombre de negro.
-Le tendió una trampa.
-Sí.
Se contemplaron a través de las sombras, y el instante adquirió matices de irrevocabilidad.
Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown, al parecer, no tenía nada que decir. Su cigarrillo era una colilla humeante pero, cuando el pistolero dio unos golpecitos sobre su petaca, Brown movió la cabeza.
Zoltan se agitó con inquietud, pareció estar a punto de hablar, se quedó inmóvil.
-¿Puedo contárselo? -preguntó el pistolero.
-Claro.
El pistolero buscó palabras para empezar y no halló ninguna.
-Tengo que orinar -anunció. Brown asintió.
-Eso es el agua. ¿Lo hará en el maíz, por favor?
-Claro.
Subió los escalones y salió a la oscuridad. Las estrellas refulgían sobre su cabeza en una loca exhibición. El viento soplaba sin tregua. La orina del pistolero se arqueó sobre el polvoriento maizal en un tembloroso chorro. El hombre de negro lo había enviado allí. Quizás incluso Brown fuera el mismo hombre de negro. Quizá fuera...
Desechó estos pensamientos. La única contingencia que no había aprendido a afrontar era la posibilidad de su propia locura. Regresó al interior.
-¿Ha decidido ya si soy un encantamiento o no? -inquirió Brown, divertido.
El pistolero se detuvo en un minúsculo rellano, sobresaltado. Luego bajó pausadamente y se sentó. -Había empezado a hablarle de Tull.
-¿Ha crecido?
-Ha muerto -replicó el pistolero, y sus palabras flotaron en el aire.
Brown asintió.
-El desierto. Creo que es capaz de estrangularlo todo, a la larga. ¿Sabía que en otro tiempo existió una ruta de diligencias que cruzaba el desierto?
El pistolero cerró los párpados. Su mente giraba en locos torbellinos.
-Me ha drogado -dijo con voz apagada. -No. No le he hecho nada.
El pistolero abrió cautelosamente los ojos.
-No se sentirá a gusto hasta que yo se lo pregunte -observó Brown-, y lo haré: ¿Quiere hablarme de Tull?
El pistolero abrió la boca, vacilante, y le sorprendió descubrir que esta vez las palabras sí aparecían. Comenzó a hablar en ráfagas entrecortadas que poco a poco se convirtieron en un fluido relato ligeramente desprovisto de inflexiones. La sensación de estar drogado se desvaneció, y se sintió extrañamente excitado. Habló hasta bien entrada la noche. Brown no lo interrumpió para nada. Y tampoco el pájaro.
5
Compró la mula en Pricetown, y cuando llegó a Tull aún estaba fresca. El sol se había puesto una hora antes, pero el pistolero siguió viajando, orientándose primero por el resplandor del pueblo en el firmamento, luego por las notas asombrosamente nítidas de un piano de taberna en el que alguien tocaba Hey Jude. La carretera iba ensanchándose a medida que convergían en ella otros caminos.
Los bosques habían desaparecido mucho antes, sustituidos por la monótona planicie: interminables campos desolados invadidos de feo y matorrales, cabañas,
espectrales fincas desiertas vigiladas por tristes y lóbregas mansiones en las que innegablemente vagaban los demonios; míseras chabolas desiertas, cuyos habitantes se habían marchado o bien voluntariamente o bien a la fuerza, y la casucha de algún morador ocasional, delatada únicamente por un punto de luz parpadeante en las tinieblas o por los hoscos clanes aislados que laboreaban los campos durante el día. El principal cultivo era el maíz pero también había alubias y unos pocos guisantes. De vez en cuando una vaca huesuda lo miraba estúpidamente entre descortezados postes de aliso. Cuatro veces se cruzó con diligencias, dos de ida y dos de vuelta, casi vacías cuando venían por detrás y los adelantaban a él y a la mula, y más llenas cuando regresaban hacia los bosques del norte.
Era un país horrible. Desde su salida de Pricetown habían caído un par de chubascos, como a regañadientes en ambas ocasiones. Incluso el fleo parecía amarillento y desalentado. Horrible. No había hallado ninguna huella del hombre de negro. Quizás hubiera tomado una diligencia.
La carretera describía una curva y, tras doblarla, el pistolero chascó la lengua para que se detuviera la mula
y contempló Tull desde lo alto. El pueblo yacía en el fondo de una depresión circular en forma de plato, una gema falsa en un engaste barato. Había unas cuantas luces, casi todas apiñadas junto al lugar de la música. Parecía haber cuatro calles, tres de las cuales cortaban perpendicularmente la ruta de las diligencias, que era también la principal avenida del pueblo. Quizás hubiera un restaurante. Lo dudaba, pero era posible. Chascó la lengua a la mula.
Ahora eran más numerosas las casas que bordeaban la carretera esporádicamente, la mayoría aún deshabitadas. Pasó ante un exiguo cementerio con mohosas y torcidas lápidas de madera, rodeadas y casi cubiertas por la exuberante hierba del diablo. A unos ciento cincuenta metros encontró un deteriorado letrero que rezaba: TULL.
La pintura estaba gastada hasta el punto de resultar casi ilegible. Un poco más lejos había otro letrero, pero el pistolero fue incapaz de leer en él nada en absoluto.
Una algarabía de voces medio beodas acompañaba los últimos compases de Hey Jude -«Naa-naa-naa naana-na-na... hey, Jude...»- cuando por fin entró en la población. Era un sonido muerto, como el del viento en el hueco de un árbol podrido. Sólo el prosaico fragor del piano de taberna le impidió considerar seriamente la posibilidad de que el hombre de negro hubiera conjurado fantasmas para poblar una aldea abandonada. Esta idea le hizo esbozar una sonrisa.
En las calles se cruzó con unas cuantas personas; no muchas, pero unas cuantas. Tres señoras ataviadas con pantalones negros e idéntica blusa marinera pasaron por la acera opuesta, sin mirarlo con abierta curiosidad. Los rostros parecían nadar sobre cuerpos, todo menos invisibles, como enormes y pálidas pelotas de béisbol con ojos. Un anciano solemne con un sombrero de paja firmemente encasquetado contempló al pistolero desde los peldaños de una tienda de comestibles clausurada. Un sastre larguirucho con un cliente de última hora hizo una pausa en su trabajo para verlo pasar; a fin de observar mejor, alzó la lámpara ante la ventana. El pistolero lo saludó con una inclinación de cabeza. Ni el sastre ni su cliente devolvieron el saludo. Ambos tenían la mirada fija en las bajas pistoleras que reposaban sobre sus caderas. Un adolescente, de unos trece años tal vez, cruzó la calle con su chica en la siguiente intersección e hizo una pausa casi imperceptible. Sus pisadas levantaban remolonas nubecillas de polvo. Algunas de las farolas funcionaban, pero los cristales estaban sucios de petróleo congelado; la mayoría estaba destrozada. Había una caballeriza, cuya supervivencia dependía seguramente de la línea de diligencias. Tres muchachos agazapados en torno a un anillo de jugar a canicas dibujado en el polvo junto a las abiertas fauces del establo fumaban cigarrillos de hollejos de maíz. Las sombras que proyectaban en el patio eran muy alargadas.
El pistolero pasó ante ellos sin detenerse, conduciendo su mula, y atisbó hacia el lóbrego interior del establo. Un candil brillaba con luz tenue y una sombra saltaba y se agitaba mientras un anciano enflaquecido con un pantalón de peto trasladaba un montón de heno de fleo al henil con grandes y esforzados golpes de horca.
-¡Hola! -gritó el pistolero.
La horca vaciló y el mozo de cuadra se volvió con expresión colérica.
-¡Hola, usted!
-Tengo aquí una mula.
-Mejor para usted.
El pistolero arrojó una pesada moneda de oro, acordonada de forma irregular hacia la penumbra. El metal resonó sobre los viejos tablones, sucios de paja
desmenuzada, y quedó brillando en el suelo. El mozo de cuadra se acercó, se agachó, la recogió y contempló al pistolero con los párpados entornados. Luego bajó la vista hacia sus cananas y asintió adustamente.
-¿Cuánto tiempo quiere dejarla?
-Una noche, tal vez dos. Quizá más.
-No tengo cambio para una moneda de oro.
-Ni yo se lo pido.
-Dinero de sangre -masculló el mozo.
-¿Cómo?
-Nada. -El mozo de cuadra asió el ronzal de la mula y la condujo al interior.
-¡Almohácela bien! -gritó el pistolero. El viejo no se dio la vuelta.
El pistolero se dirigió hacia los muchachos acuclillados ante sus canicas. Los tres habían seguido la conversación con desdeñoso interés.
-¿Qué tal va todo? -preguntó el pistolero amigablemente.
No hubo respuesta.
-¿Vivís en el pueblo? No hubo respuesta.
Uno de los muchachos se quitó de la boca un retorcido hollejo de maíz, cogió una canica de vidrio verde y la lanzó hacia el círculo de tierra. Acertó a la de un
contrario, que salió proyectada al exterior. Recogió la bolita de vidrio verde y se dispuso a tirar de nuevo.
-¿Hay algún restaurante en este pueblo? -inquirió el pistolero.
Uno de los chicos, el más joven, levantó la cabeza. Tenía un enorme sabañón junto a la comisura de los labios, pero sus ojos todavía eran ingenuos. Contempló
al pistolero con una admiración disimulada que resultaba a la vez conmovedora y alarmante.
-Puede que en el bar de Sheb le hagan una hamburguesa.
-¿Donde el piano?
El muchacho asintió en silencio. Los ojos de sus compañeros de juego se habían vuelto fríos y hostiles. El pistolero se tocó el ala del sombrero.
-Muchas gracias. Me alegra comprobar que en este pueblo hay alguien lo suficientemente inteligente como para saber hablar.
Echó a andar, subió a la acera de tablas y se encaminó hacia el bar de Sheb, oyendo a sus espaldas la clara y despectiva voz de otro de los muchachos, poco más que un chillido infantil:
-¡Mascahierba! ¿Cuánto hace que te tiras a tu hermana, Charlie? ¡Eres un mascahierba!
Ante la puerta del bar había tres refulgentes lámparas de queroseno, una a cada lado y otra suspendida sobre las mal encajadas puertas de vaivén. El coro de Hey Jude había terminado ya, y en el piano tintineaba alguna otra balada antigua. Murmullo de voces como hilos rotos. El pistolero se detuvo unos instantes bajo el dintel, contemplando el interior. Serrín en el suelo, escupideras junto a las mesas de patas torcidas. Una barra de tablones sostenidos por caballetes de madera. Detrás, un mugriento espejo donde se reflejaba el pianista, sentado con aire indolente en el inevitable taburete. La parte delantera del piano había sido desmontada de tal forma que se veían subir y bajar los martillos de madera a cada pulsación de las teclas. La camarera que atendía la barra era una mujer de cabello pajizo enfundada en un sucio vestido azul. Uno de los tirantes se aguantaba con un imperdible. Al fondo de la sala había seis ciudadanos que bebían y jugaban apáticamente a «Miradme». Otra media docena formaba un grupito disperso alrededor del piano. Cuatro o cinco en la barra. Y un anciano de pelo gris derrumbado sobre una mesa junto a las puertas. El pistolero entró.
Las cabezas se giraron para examinarlo, a él y a sus pistolas. Hubo un momento de casi completo silencio, salvo por el retintín de la música que el pianista seguía interpretando, ajeno a todo. Entonces, la mujer pasó un paño sobre la barra y las cosas volvieron a la normalidad.
-Miradme -dijo uno de los jugadores del rincón, al tiempo que emparejaba tres corazones con cuatro picas y se quedaba sin naipes en la mano.
El de los corazones blasfemó y pagó su apuesta. Comenzaron a repartir la siguiente mano.
El pistolero se acercó a la barra.
-¿Tiene hamburguesas? -preguntó.
-Desde luego. -La mujer lo miró a los ojos, y quizás hubiera sido bonita cuando empezó, pero ahora su rostro estaba lleno de bultos, y una lívida cicatriz retorcida le cruzaba la frente. Había aplicado sobre ella una abundante capa de polvos, pero más que disimularla lo que hacía era resaltarla-. Pero son caras.
-Lo suponía. Déme tres hamburguesas y una cerveza.
De nuevo aquel sutil cambio de tono. Tres hamburguesas. Las bocas se hacían agua y las lenguas se relamían de gula lentamente. Tres hamburguesas.
-Eso le costaría cinco pavos. Con la cerveza.
El pistolero puso una pieza de oro sobre la barra. Muchas miradas la siguieron.
Tras la barra, a la izquierda del espejo, había un brasero de carbón lleno de rescoldos que humeaban perezosamente sin llama. La mujer desapareció hacia un cuartito que había detrás y regresó con un montón de carne picada sobre una hoja de papel. Amasó tres círculos y los colocó sobre las brasas. Emanaban un olor exasperante. El pistolero esperó con imperturbable indiferencia, apenas consciente de las vacilaciones del piano, la demora en la partida de cartas, las miradas de soslayo de los habituales de la barra.
El hombre que iba hacia él estaba ya a mitad de camino cuando el pistolero lo vio reflejado en el espejo. Era un hombre casi completamente calvo, y su mano estaba cerrada sobre el mango de un gigantesco cuchillo de caza, asegurado en su cinturón como una pistolera.
-Vuelva a sentarse -dijo él sosegadamente.
El hombre se detuvo. Su labio superior se contrajo involuntariamente como el de un perro, y hubo un momento de silencio. Luego, el hombre regresó a su mesa y la atmósfera volvió de nuevo a la normalidad.
La cerveza llegó en un enorme vaso agrietado. -No tengo cambio para el oro -anunció la mujer con aire truculento.
-Tampoco lo quiero.
Ella asintió con irritación, como si aquella ostentación de riqueza, aunque fuera en su beneficio, le resultara ofensiva. Pero se guardó el oro y, al cabo de unos instantes, le sirvió las hamburguesas en una plancha humeante con los bordes todavía al rojo.
-¿Tiene sal?
La sacó de debajo de la barra.
-¿Pan?
-No. -El pistolero comprendió que le mentía, pero no quiso insistir.
El hombre calvo le miraba con ojos cianóticos, abriendo y cerrando los puños sobre la astillada superficie de la mesa. Las aletas de su nariz se ensanchaban con palpitante regularidad.
El pistolero empezó a comer tranquilamente, casi con languidez, cortando trozos de carne con el borde del tenedor y llevándoselos a la boca mientras trataba de no pensar en qué habrían añadido a la carne de buey para cortarla.
Casi había terminado y se disponía ya a pedir otra cerveza y a liar un cigarrillo, cuando la mano se posó en su hombro.
De pronto el pistolero advirtió que la sala estaba de nuevo en silencio, y saboreó la densa tensión del aire. Volvió la cabeza y descubrió el rostro del hombre que a su llegada estaba durmiendo junto a la puerta. Era un rostro espantoso. El olor de la hierba del diablo era como un miasma pútrido. Los ojos eran abominables, con la feroz e intensa mirada de los ojos que ven pero no ven, vueltos para siempre hacia el interior, hacia el estéril infierno de unos sueños sin control, sueños desencadenados, surgidos de las hediondas ciénagas del inconsciente. La mujer de la barra profirió un gritito quejumbroso.
Los agrietados labios se torcieron y se separaron, dejando al descubierto unos verdes y musgosos dientes, y el pistolero pensó: «Ya ni siquiera la fuma. La masca. Realmente la masca.»
E inmediatamente después: «Está muerto. Debería haber muerto hace un año.»
E inmediatamente después: «El hombre de negro.» Sus miradas se encontraron: la del pistolero y la del hombre que había bordeado los límites de la locura. El hombre habló y el pistolero, desconcertado, le oyó interpelarlo en la Alta Lengua:
-El oro, por favor, pistolero. ¿Una sola pieza? Como un regalo.
La Alta Lengua. Por un instante, su mente se negó a interpretarla. Habían pasado años -¡Santo Dios!-, siglos, milenios; ya no existía la Alta Lengua, él era el último, el último pistolero. Los demás habían...
Estupefacto, hurgó en el bolsillo de la pechera y extrajo una moneda de oro. La deforme zarpa del hombre se cerró sobre ella, la acarició, la sostuvo en alto para que refulgiera con el grasiento resplandor del queroseno. El oro despedía su propio brillo, orgulloso y civilizado; dorado, rojizo, sangriento...
-Ahhhh... -Un inarticulado ruido de placer. El viejo se tambaleó para dar media vuelta y echó a andar hacia su mesa sosteniendo la moneda a la altura de los ojos, volteándola entre los dedos, arrancándole destellos.
La sala comenzó a vaciarse rápidamente, y las puertas de vaivén oscilaban frenéticamente de un lado a otro. El pianista cerró con un golpe la tapa del instrumento y salió en pos de los demás a grandes zancadas de opereta.
-¡Sheb! -gritó la mujer a sus espaldas, con una extraña mezcla de miedo y astucia en la voz-. ¡Vuelve aquí, Sheb! ¡Maldita sea!
El viejo, entre tanto, llegó a su mesa e hizo girar la moneda sobre la maltratada madera como si se tratara de una peonza, mientras sus ojos muertos en vida le seguían con vacua fascinación. Por segunda vez la hizo girar, y por tercera, y sus párpados se entrecerraron. La cuarta vez apoyó la cabeza en la mesa antes de que la moneda se detuviera.
-Ya está -dijo la enfurecida mujer, suavemente-. Ya me ha dejado sin clientela. ¿Está satisfecho? -Volverán -respondió el pistolero.
-No, esta noche ya no volverán.
-¿Quién es ése? -hizo un ademán hacia el mascahierba.
-Vaya a... -Completó la frase describiendo un imposible acto de masturbación.
-Debo saberlo -explicó el pistolero con paciencia-. Él ...
-Le ha hablado de una forma extraña -le interrumpió la mujer-. Nort no había hablado así en toda su vida.
-Busco a un hombre. Si lo ha visto, no puede haberlo olvidado.
La mujer se lo quedó mirando, apaciguada su ira. Ésta fue sustituida por el cálculo y luego por un vívido brillo húmedo que él ya había visto antes. El desvencijado edificio latía pensativamente para sí mismo. A lo lejos, un perro lanzó un ladrido ronco. El pistolero esperaba. Ella vio que lo sabía y el brillo fue reemplazado por la desesperanza, por una muda necesidad inefable. -Ya conoce mi precio -dijo al fin.
El hombre la contempló con detenimiento. A oscuras, la cicatriz no se vería. Su cuerpo era bastante enjuto, de modo que el desierto, el esfuerzo y el abatimiento no habían logrado aflojar sus formas. Y en otro tiempo había sido guapa, quizás incluso hermosa. Tampoco tenía demasiada importancia. No la habría tenido aunque los escarabajos de las tumbas hubieran anidado en la árida negrura de su matriz. Todo estaba escrito de antemano.
La mujer se llevó las manos al rostro. Todavía quedaba algo de jugo en ella; el suficiente para llorar. -¡No me mire! ¡No quiero que me mire con tanta dureza!
-Lo siento -se disculpó el pistolero-. No pretendía mostrarme duro.
-¡Ninguno de ustedes lo pretende! -sollozó. Siguió llorando con las manos en la cara. Al pistolero le complació que se cubriera la cara. No por la cicatriz, sino porque aquello le devolvía la juventud, si bien no la doncellez. El imperdible que sujetaba el tirante del vestido brilló a la mortecina luz.
-Apague las luces y cierre. ¿Cree que el viejo puede robarle algo?
-No -susurró ella. -Pues apague las luces.
No apartó las manos del rostro hasta que se halló de espaldas a él y comenzó a apagar los quinqués uno por uno, bajando las mechas y soplando luego para extinguir la llama. Luego tomó la mano del pistolero y la encontró caliente. Lo condujo escaleras arriba. Ninguna luz hubiera ocultado sus actos.
6
Lió un par de cigarrillos en la oscuridad, los encendió y le pasó uno a ella. La habitación conservaba el patético perfume a lilas frescas de ella. El olor del desierto lo cubría y lo desfiguraba. Era como el olor del mar. El pistolero se dio cuenta de que temía al desierto que se extendía ante él.
-Se llama Nort -comenzó ella. Su voz no había perdido ninguna aspereza-. Sólo Nort. Murió.
El pistolero esperó.
-Fue tocado por Dios.
-Nunca he visto a Dios -contestó el pistolero. -Ha estado siempre aquí hasta donde alcanza mi memoria. Nort, quiero decir, no Dios. -Se rió en la oscuridad con una risa mellada-. Hubo un tiempo en que tenía un carro de panales. Empezó a beber. Empezó a olfatear la hierba. Luego a fumársela. Los niños comenzaron a seguirlo por todas partes y le azuzaban los perros. Llevaba unos pantalones verdes viejos y apestosos. ¿Me entiendes?
-Sí.
-Empezó a mascarla. Acabó quedándose todo el día sentado ahí, sin comer nada. Quizás imaginaba ser un rey. Y que los niños eran sus bufones y los perros, sus príncipes.
-Sí.
-Murió justo delante de esta casa -prosiguió-. Venía por la acera, pisando fuerte (sus botas no se gastaban nunca, eran botas de mecánico), con los niños y los perros detrás de él. Parecía un amasijo de perchas de alambre retorcidas y entrelazadas. En sus ojos se veían todas las luces del infierno, pero venía sonriendo, con una sonrisa como la que tallan los chicos en sus calabazas la víspera de Todos los Santos. Despedía olor a mugre, a podredumbre y a hierba. El jugo le rezumaba por las comisuras de los labios como una sangre verdosa. Creo que tenía intención de entrar para oír tocar a Sheb. Y justo en la puerta se detuvo y ladeó la cabeza. Yo lo estaba mirando y pensé que había oído una diligencia, aunque no se esperaba ninguna. Entonces vomitó un vómito negro y lleno de sangre. El chorro pasó a través de su sonrisa como el agua de letrina por un enrejado. El hedor ya era suficiente para volverla a una loca. Levantó los brazos y vomitó, nada más. Eso fue todo. Se murió con la sonrisa en la cara, sobre su propio vómito.
La mujer temblaba junto a él. Fuera, el viento mantenía su constante gemido y, en algún sitio remoto, una puerta se abría y se cerraba con violencia, como un sonido oído en un sueño. Por las paredes corrían ratones. En su fuero interno el pistolero pensó que aquél era probablemente el único lugar de la población lo bastante próspero como para albergar ratones. Colocó una mano sobre el vientre de la mujer, y ella se agitó sobresaltada antes de relajarse.
-El hombre de negro -dijo él. -No pararás hasta saberlo, ¿verdad?
-Así es.
-Muy bien. Te lo diré. -Tomó la mano del pistolero entre las suyas y comenzó a hablar.
7
Llegó al caer la tarde el día que murió Nort, cuando el viento arreciaba, arrastrando tierra suelta y levantando polvaredas de arena y plantas de maíz desarraigadas. Kennerly había cerrado con llave la caballeriza y los demás comerciantes del pueblo, muy escasos, habían cerrado las ventanas y asegurado los postigos con tablas. El cielo era del amarillento color del queso rancio y las nubes lo cruzaban con aire huidizo, como si hubieran visto algo horripilante en los desiertos yermos de donde acababan de llegar.
Llegó en un destartalado carromato con la plataforma cubierta por una lona ondulante. Le vieron llegar y el viejo Kennerly, tendido ante la ventana con una botella en una mano y la blanda y cálida carne del pecho izquierdo de su segunda hija en la otra, decidió no estar en casa si llamaba a su puerta.
Pero el hombre de negro pasó sin detener el caballo bayo que tiraba del carromato, y el girar de las ruedas alzó nubecillas de polvo prestamente arrebatadas por el viento. Su figura habría podido ser la de un monje o un sacerdote; llevaba una túnica negra moteada de polvo, y una amplia capucha le cubría la cabeza y ocultaba sus facciones. Se ondulaba y aleteaba. Bajo el dobladillo de la prenda, pesadas botas de hebilla con la puntera cuadrada.
Paró delante del bar de Sheb y amarró el caballo, que agachó la cabeza y relinchó hacia el suelo. El hombre desató un faldón de la parte de atrás del carro, sacó una vieja y gastada alforja, se la echó al hombro y entró por las puertas de vaivén.
Alice lo contempló con curiosidad, pero nadie más advirtió su llegada. Todos estaban borrachos como una cuba. Sheb interpretaba himnos metodistas a ritmo sincopado y los grisáceos haraganes que habían acudido
temprano para evitar la tempestad y asistir al velatorio de Nort ya estaban roncos de tanto cantar. Sheb, ebrio hasta el límite de la inconsciencia, intoxicado y enervado por la continuidad de su propia existencia, tocaba rápidamente, con frenesí, haciendo volar los dedos como la lanzadera de un telar.
La gente vociferaba y hablaba a gritos, sin imponerse en ningún momento al vendaval pero, a veces, casi desafiándolo. En un rincón, Zachary le había levantado las faldas a Amy Feldon y estaba pintándole signos zodiacales en las rodillas. Algunas mujeres más, no muchas, circulaban entre el público. Todos los rostros parecían resplandecer de fervor. Con todo, la mortecina luz de la tormenta, que se filtraba a través de las puertas de vaivén, daba la impresión de burlarse de ellos.
Nort yacía sobre dos mesas juntas en el centro del salón. Las botas configuraban una mística V. Tenía la boca abierta en una sonrisa laxa pero alguien le había cerrado los ojos y colocado balas sobre ellos. También le habían cruzado las manos sobre el pecho y sostenía una ramita de hierba del diablo. El muerto olía a veneno.
El hombre de negro se echó el capuz hacia atrás y anduvo hasta la barra. Alice lo contempló, sintiendo nacer en ella una ansiedad mezclada con la familiar necesidad que ocultaba en su interior. El hombre no ostentaba ningún símbolo religioso, pero aquello, de por sí, no significaba nada.
-Whisky -pidió él. Su voz era suave y agradable-. Whisky del bueno.
La mujer metió la mano bajo el mostrador y sacó una botella de Star. Habría podido endosarle el matarratas local como si fuese lo mejor que tenía, pero no lo hizo. Le sirvió un vaso mientras el hombre de negro la observaba con sus ojos grandes y luminosos. La penumbra del local no permitía determinar con exactitud de qué color eran. La necesidad se le intensificó. En el salón continuaban la algarabía y los chillidos, sin debilitarse. Sheb, el inútil eunuco, interpretaba un himno sobre los Soldados de Cristo y alguien había persuadido a la tía Mill para que cantase. Su voz, áspera y desafinada, cortó el parloteo como haría un hacha embotada con los sesos de un ternero.
-¡Eh, Alice!
Acudió a la llamada, resentida con el silencio del forastero; resentida con sus ojos de ningún color y con su propia ingle impaciente. Sus necesidades la atemorizaban. Eran caprichosas y no podía dominarlas. Quizá fueran la señal del cambio, que a su vez señalaría el comienzo de la vejez. Y en Tull la vejez solía ser tan breve y cruda como el crepúsculo en invierno.
Sirvió cerveza hasta que el cuñete estuvo vacío, y entonces espitó otro. En ningún momento se le ocurrió pedirle a Sheb que lo hiciera; la obedecería con su mejor voluntad, como el perro que era, y se aplastaría los dedos con el mazo o lo regaría todo con espuma de cerveza. Mientras ella misma lo hacía los ojos del forastero no se apartaron de ella; podía sentir su mirada.
-Mucha gente -comentó el hombre, cuando ella regresó. No había tocado su bebida, limitándose a hacer rodar el vaso entre las palmas para calentarlo.
-Un velatorio.
-Ya he visto el difunto.
-Son unos borrachos -exclamó ella, con un odio repentino-. Son todos unos borrachos.
-La situación los excita. Está muerto y ellos no.
-Cuando vivía era el blanco de todas las burlas. No está bien que sigan burlándose ahora. Era... -no llegó a completar la frase, incapaz de expresar qué era, o hasta qué punto era obsceno.
--¿Un mascahierba?
-¡Sí! ¿Qué otra cosa le quedaba? -Respondió en tono acusador, pero el hombre no bajó la vista y ella sintió que le subía la sangre a la cara-. Lo siento. ¿Es usted un sacerdote? Todo esto debe parecerle repugnante.
-Ni lo soy, ni me lo parece. -Engulló limpiamente el whisky, sin una mueca-. Otro, por favor.
-Antes tendré que ver el color de su dinero. Lo siento.
-No hace falta que lo sienta.
Depositó sobre el mostrador una mal acuñada moneda de plata, gruesa por un lado, fina por el otro, y ella le advirtió, como volvería a hacer más tarde:
-No tengo cambio.
El hombre de negro meneó la cabeza restándole importancia al asunto y contempló con aire ausente cómo le volvía a llenar el vaso.
-¿Está de paso por aquí? -inquirió ella. Permaneció un buen rato sin responder y la mujer ya iba a repetir la pregunta cuando él sacudió la cabeza con impaciencia.
-No hable de banalidades. Está en presencia de la muerte.
Ella retrocedió, dolida y asombrada, y lo primero que pensó fue que el hombre había mentido acerca de su condición sacerdotal para ponerla a prueba.
-Usted le tenía cariño -añadió llanamente-. ¿No es cierto?
-¿Quién, yo? ¿A Nort? -Se echó a reír, afectando enojo para ocultar su confusión-. Me parece que más le vale...
-Tiene el corazón blando y un poco de miedo -prosiguió él-, y el viejo estaba enganchado a la hierba, atisbando por la puerta de atrás del infierno. Y allí está ahora, y ya han cerrado la puerta, y usted cree que no volverán a abrirla hasta que a usted le llegue la hora de pasar por ella, ¿no es eso?
-¿Qué le pasa? ¿Está bebido?
-¡El señor Norton está muerto! -exclamó irónicamente el hombre de negro-. Tan muerto como cualquiera. Tan muerto como usted, o cualquier otro.
-Váyase de mi casa. -La mujer sintió nacer en su interior una temblorosa aversión, pero su vientre seguía irradiando la misma calidez.
-Está bien -dijo él con suavidad-. Está bien. Espere. Espere un poco.
Tenía los ojos azules. De pronto, ella notó que le invadía una sensación de sosiego, como si hubiera tomado alguna droga.
-¿Lo ve? -apuntó él-. ¿Se da cuenta?
Ella asintió torpemente y él se echó a reír con una carcajada fuerte, pura, agradable, que hizo que todas las cabezas se girasen. El hombre de negro dio media vuelta y afrontó las miradas, repentinamente convertido en el centro de la atención por una alquimia inexplicable. La tía Mill vaciló y se detuvo, dejando que un agudo desafinado se desangrara en el aire. Sheb tocó un acorde disonante y se interrumpió. Todos contemplaban al forastero con inquietud. La arena arañaba las paredes del edificio.
El silencio se prolongó sin consumirse. La mujer retenía el aliento en la garganta y, al bajar la vista, descubrió que tenía ambas manos apretadas contra el vientre
por debajo de la barra. Todos miraban al desconocido, y él los miraba a todos. Entonces surgió de nuevo la risa, potente, rica, innegable. Pero nadie sintió ganas de reír con él.
-¡Os mostraré un prodigio! -les gritó.
Ellos se limitaron a seguir mirando, como niños obedientes a quienes se lleva a ver a un mago, a pesar de que ya sean demasiado mayores para creer en él.
El hombre de negro se adelantó y la tía Mill se apartó de su camino. Él sonrió ferozmente y le palmeó el abultado abdomen. La mujer emitió un breve cloqueo involuntario, y el hombre de negro echó hacia atrás la cabeza.
-Mejor así, ¿verdad?
La tía Mill cloqueó otra vez; de repente, empezó a sollozar, y huyó ciegamente hacia las puertas. Los demás la vieron partir en silencio. Estaba desencadenándose la tempestad; las sombras se sucedían una a otra, alzándose y cayendo en el blanco ciclorama del firmamento. Cerca del piano, un hombre con una olvidada cerveza en la mano sonrió rasposamente.
El hombre de negro se irguió sobre el cuerpo de Nort y le sonrió. El viento aullaba, gemía, rugía monótonamente. Algún objeto grande chocó contra un costado del edificio y rebotó arrastrado por el vendaval. Uno de los hombres acodados en la barra logró liberarse y salió del salón bamboleándose en grotescas zancadas. El fragor del trueno estalló secamente en bruscas descargas.
-Muy bien. -El hombre de negro seguía sonriendo-. Vamos a poner manos a la obra.
Comenzó a escupir sobre la cara de Nort, apuntando cuidadosamente. La saliva brilló sobre su frente y se deslizó por el pico pelado de su nariz corva.
Bajo la barra, las manos de la mujer trabajaban deprisa.
Sheb soltó una risa boba y se inclinó. Comenzó a toser y expectorar grandes y pegajosos esputos de flema. El hombre de negro rugió aprobadoramente y le palmeó la espalda. Sheb sonrió, dejando al descubierto un diente de oro.
Unos cuantos se escaparon. Otros se congregaron formando un corro alrededor de Nort. Su rostro v las arrugas de la papada resplandecían de líquido, un líquido precioso en aquel reseco país. Y de pronto se detuvo, como ante una señal. Su respiración era pesada y jadeante.
El hombre de negro se lanzó repentinamente por encima del muerto, describiendo un salto de carpa en el aire. Fue algo hermoso, como un destello de agua. Cayó sobre las manos, se enderezó al instante, giró en redondo con el mismo impulso del rebote, sonrió y repitió la pirueta. Uno de los espectadores, sin saber lo que hacía, comenzó a aplaudir; de pronto, se echó hacia atrás con los ojos nublados de pavor y, enjugándose los labios con el dorso de la mano, se dirigió hacia la puerta.
La tercera vez que el hombre de negro pasó sobre Nort, éste contrajo el rostro.
De los espectadores brotó una especie de gruñido y otra vez quedaron en silencio. El hombre de negro echó la cabeza hacia atrás y aulló. Al inspirar, su pecho se movió a un ritmo rápido y poco profundo. Comenzó a saltar de un lado a otro con mayor velocidad, arqueándose sobre el cuerpo de Nort como se arquea
el agua al ser vertida de un vaso a otro. Lo único que se oía en el salón era el ruido de sus roncos jadeos y el palpitar de la tormenta.
North hizo una inspiración honda y seca. Sus manos temblaron y se movieron al azar sobre la mesa.
Sheb soltó un chillido y se marchó. Una de las mujeres se fue tras él.
El hombre de negro saltó una vez más, y otra, y una tercera. Ahora, todo el cuerpo de Nort vibraba, temblaba, se agitaba y se contorsionaba. El fétido olor a podredumbre, a excrementos y a moho se alzó en sofocantes oleadas. Abrió los ojos.
Alice sintió que los pies la llevaban hacia atrás. Chocó contra el espejo, haciéndolo temblar, y un pánico ciego se apoderó de ella. Salió disparada como un novillo.
-Le he hecho un regalo -gritó el hombre de negro a sus espaldas, todavía jadeando-. Ahora podrá dormir tranquila. Ni siquiera esto es irreversible. Pero, ¡maldita sea!, es... tan... ¡divertido! -Y se echó a reír de nuevo.
Ella corrió escaleras arriba seguida de la carcajada y no se detuvo hasta haber cerrado con llave la puerta que comunicaba con las tres habitaciones de encima del bar.
Entonces, detrás de la puerta, empezó a reír nerviosamente y a sacudir las caderas de un lado a otro. El sonido se convirtió en un fúnebre plañido que se confundía con el viento.
Abajo, Nort salió con aire ausente a la tormenta, para arrancar un poco de hierba. El hombre de negro, único cliente del bar, lo vio salir sin perder la sonrisa.
Cuando, ya anochecido, la mujer se obligó a sí misma a bajar de nuevo, con un quinqué en una mano y un pesado bastón para desfondar barriles en la otra, el hombre de negro ya se había ido, llevándose su carromato. Pero Nort estaba allí, sentado a la mesa más cercana a la puerta como si nunca la hubiera dejado. Seguía oliendo a hierba, pero no tan intensamente como ella hubiera podido suponer.
Al oírla bajar levantó la vista y le sonrió dubitativamente.
-Hola, Alice.
-Hola, Nort. -Dejó el bastón y empezó a encender las lámparas, sin volverle la espalda.
-He sido tocado por Dios -explicó él-. Ya no
volveré a morir. Me lo ha dicho él. Me lo ha prometido.
-Qué suerte, Nort. -La astilla que utilizaba para encender los quinqués resbaló de entre sus dedos temblorosos y se agachó a recogerla.
-Me gustaría dejar de mascar hierba -comentó Nort-. Ya no lo disfruto como antes. No me parece bien que un hombre tocado por Dios siga mascando hierba.
-Entonces, ¿por qué no lo dejas?
En medio de su exasperación, se sorprendió a sí misma mirando a Nort de nuevo como un hombre, más que como un milagro infernal. Lo que vio fue un individuo apesadumbrado, drogado sólo a medias, con aspecto avergonzado, y desdichado. Era imposible seguir teniéndole miedo.
-Tiemblo -respondió él-. Y la quiero. No puedo parar. Alice, tú siempre has sido buena conmigo... -Comenzó a sollozar-. Ni siquiera puedo aguantarme los meados.
Alice se acercó a la mesa y se quedó allí, vacilante.
-Habría podido hacer que ya no la quisiera -se lamentó entre lágrimas-. Si ha podido resucitarme, también habría podido hacer eso por mí. No me quejo... No quiero quejarme... -Miró en torno con inquietud y susurró-: Podría hacerme caer muerto si me quejo. -Quizá sea una broma. Parecía tener gran sentido del humor.
Nort extrajo la bolsa que guardaba bajo la camisa y cogió un puñado de hierba. Irreflexivamente, la mujer la hizo caer de un manotazo y al instante, horrorizada, retiró la mano.
-No puedo evitarlo, Alice, no puedo... -Se abalanzó torpemente hacia la bolsa. Ella habría podido detenerlo, pero no lo intentó. Siguió encendiendo las lámparas, cansada ya aunque la noche apenas acababa de empezar. Pero aquella noche el único cliente que acudió fue el viejo Kennerly, que no se había enterado de nada. La presencia de Nort no pareció sorprenderle. Pidió cerveza, preguntó dónde estaba Sheb y manoseó un poco a la dueña. Al día siguiente las cosas fueron
casi normales, si bien ninguno de los niños siguió a Nort por la calle. Al otro día, se reanudaron las burlas. La vida volvió a seguir su curso. Los chiquillos recogieron el maíz desarraigado y, una semana después de la resurrección de Nort, lo quemaron en mitad de la calle. El fuego ardió con viveza durante algún tiempo y la mayoría de los asiduos del bar salió o se tambaleó hasta la puerta para contemplarlo. Tenían un aspecto primitivo. Sus caras parecían flotar entre las llamas y el helado resplandor del cielo. Alice los miró y sintió una punzada de pasajera desesperación por la tristeza del mundo. Las cosas se habían desunido. Ya no existía ningún pegamento en el centro de las cosas. Nunca había visto el océano, y nunca lo vería.
-Si tuviera agallas -murmuró-. Si tuviera agallas, agallas, agallas...
Nort alzó la cabeza al oír su voz y le dirigió una vacua sonrisa desde el infierno. Alice no tenía agallas. Sólo un bar y una cicatriz.
La fogata se consumió rápidamente y los clientes volvieron al interior. Alice comenzó a anestesiarse con whisky Star y, hacia medianoche, estaba completamente borracha.
8
La mujer dio fin a su relato y, viendo que él no hacía ningún comentario, creyó que la historia lo había adormecido. Empezaba ya a dormitar, a su vez, cuando el pistolero preguntó:
-¿Eso es todo?
-Sí. Eso es todo. Ya es muy tarde.
-Hum. -Estaba liando otro cigarrillo.
-No vayas a echarme briznas de tabaco en la cama -dijo ella, más bruscamente de lo que pretendía.
-No.
Silencio de nuevo. La punta del cigarrillo refulgía intermitentemente.
-Te irás por la mañana -comentó ella con voz apagada.
-Debería irme. Creo que me dejó preparada una trampa.
-No te vayas -le rogó la mujer.
-Ya veremos.
El pistolero se volvió de espaldas, pero ella ya estaba tranquila. Se quedaría. La mujer cerró los ojos.
A punto de dormirse, Allie pensó de nuevo en la forma en que Nort se había dirigido al pistolero, en su extraña manera de hablar. En ningún otro momento, ni antes ni después, había visto al pistolero expresar alguna emoción. Incluso haciendo el amor había permanecido silencioso; apenas hacia el final, su respiración se volvió más áspera y luego se detuvo unos instantes. Aquel hombre era como algo salido de un cuento de hadas o de un mito: el último de su casta en un mundo que estaba escribiendo la última página de su libro. No importaba. Se quedaría por algún tiempo. Ya tendría tiempo para pensar al día siguiente, o al otro. Se adormeció.
9
Por la mañana Allie preparó sémola de maíz y el pistolero la comió sin ningún comentario. Se llevaba las cucharadas a la boca sin pensar en la mujer, sin verla apenas. Sabía que debía partir. A cada minuto que él permanecía sentado allí, el hombre de negro se encontraba un poco más lejos; a aquellas alturas ya habría llegado al desierto. Avanzaba en dirección sur.
-¿Tienes un mapa? -preguntó de repente, levantando la cabeza.
-¿Del pueblo? -Ella se echó a reír-. No es lo bastante grande para que haga falta un mapa.
-No. De lo que hay al sur de aquí. La sonrisa de la mujer se desvaneció.
-El desierto. Solamente el desierto. Pensaba que te quedarías unos días.
-¿Qué hay al sur del desierto?
-¿Cómo quieres que lo sepa? Nadie lo cruza. Desde que estoy aquí, no lo ha intentado nadie. -Se enjugó las manos, cogió un par de agarradores y vació
la olla de agua que tenía al fuego en el fregadero, con un chapoteo humeante. El pistolero se levantó.
-¿Adónde vas? -La mujer percibió el chirriante temor que impregnaba su voz, y se detestó por ello.
-A la caballeriza. Si hay alguien que lo sepa, será el mozo de cuadra. -Le puso las manos sobre los hombros. Eran manos cálidas-. Y he de pensar en mi mula. Si me quedo, alguien tendrá que cuidar de ella. Para cuando me marche.
Pero todavía no. Alzó la vista hacia él.
-No te fíes de ese Kennerly. Si no sabe algo, se lo inventa.
Cuando el pistolero se hubo marchado ella se volvió hacia el fregadero, sintiendo en las mejillas un ardiente fluir de lágrimas de agradecimiento.
10
Kennerly era desdentado, desagradable y cargado de hijas. Dos de ellas, a medio crecer, espiaban al pistolero desde la polvorienta penumbra del establo. Una niña pequeña, todavía un bebé, babeaba felizmente en el suelo de tierra. Una muchacha ya desarrollada, rubia, sucia, sensual, lo contemplaba con especulativa curiosidad mientras accionaba la rechinante bomba de agua situada junto al edificio.
El mozo de cuadra salió a recibirle a mitad de camino entre la puerta de su establecimiento y la calle. Su actitud oscilaba entre la hostilidad y un pusilánime servilismo, como un perro callejero que ha recibido demasiadas patadas.
-Está bien atendida -le aseguró y, antes de que el pistolero pudiera responder, Kennerly se volvió hacia su hija-. ¡A casa, Soobie! ¡Ya te estás metiendo en casa ahora mismo!
Soobie, con expresión hosca, comenzó a arrastrar el cubo lleno hacia la choza adyacente al establo. -Quiere decir la mula -observó el pistolero.
-Sí, señor. Hacía tiempo que no veía una mula. Antes había hasta mulas salvajes, pero el mundo ha cambiado. Sólo veo algunos bueyes, los caballos de la diligencia y... ¡Soobie! ¡Te juro que te daré una tunda!
-No muerdo, ¿sabe? -comentó apaciblemente el pistolero.
Kennerly se encogió un poco.
-No es por usted. No, señor; no es por usted. -Esbozó una sonrisa torcida-. La chica es torpe de por sí. Lleva un diablo en el cuerpo. Es una salvaje.
-Sus ojos
se oscurecieron-. Se acercan los últimos Tiempos, señor. Ya sabe lo que dice el Libro. Los hijos no obedecerán a sus padres y una plaga descenderá sobre las multitudes.
El pistolero asintió y luego señaló hacia el sur.
-¿Qué hay por allí?
Kennerly volvió a sonreír, mostrando las encías y unos pocos dientes amarillentos.
-Moradores. Hierba. Desierto. ¿Qué otra cosa? -Cloqueó con regocijo, y sus ojos escrutaron fríamente al pistolero.
-¿Cómo es de grande el desierto?
-Es grande. -Kennerly se esforzaba por mostrarse serio-. Puede que quinientos kilómetros. Puede que mil quinientos. No lo sé, señor. Allá sólo hay hierba
del diablo y, quizá, demonios. Por ahí se fue el otro tipo, el que curó a Nort cuando estaba enfermo.
-¿Enfermo? He oído decir que estaba muerto. Kennerly seguía sonriendo.
-Bueno, bueno. Puede ser. Pero ya somos grandecitos, ¿verdad?
-Pero usted cree en los demonios. Kennerly puso cara de ofendido.
-Eso es muy diferente.
El pistolero se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente. El sol ardía implacable. Kennerly parecía no advertirlo. En la menguada sombra de la caballeriza, la niñita se embadurnaba el rostro de tierra con toda seriedad.
-¿Sabe qué hay más allá del desierto? Kennerly se encogió de hombros.
-Quizás haya quien lo sepa. Hace cincuenta años la diligencia cruzaba una parte. Eso decía mi padre. Solía decir que había montañas. Otros dicen que hay un
océano..., un océano verde lleno de monstruos. Y hay quien dice que ahí se acaba el mundo. Que sólo hay unas luces capaces de cegar a los hombres y el rostro de Dios con la boca abierta, dispuesto a devorarlos.
-Basura -dijo secamente el pistolero.
-Desde luego -asintió rápidamente Kennerly. Se encogió de nuevo, lleno de odio y de temor, y deseoso de agradar.
-Ocúpese de que mi mula esté bien atendida. –Le echó otra moneda, que Kennerly atrapó al vuelo.
-No se preocupe. ¿Se quedará unos días?
-No lo sé, pero es posible.
-Esa Allie sabe ser agradable cuando quiere, ¿eh?
-¿Ha dicho algo? -preguntó el pistolero con aire ausente.
En los ojos de Kennerly amaneció un terror súbito, como dos lunas gemelas que se alzaran sobre el horizonte.
-No, señor, ni una palabra. Y si la he dicho, lo siento. -Por el rabillo del ojo vio a Soobie asomada a una ventana, y se volvió bruscamente hacia ella-. ¡Ahora sí que te daré una tunda, cara de puta! ¡Te lo juro! ¡Voy a...!
El pistolero se alejó, sabiendo que Kennerly se había vuelto a mirarle y que podía girar en redondo y sorprender al mozo de cuadra con alguna emoción auténtica reflejada en el rostro. Lo dejó estar. Hacía calor. Lo único seguro acerca del desierto era su enorme extensión. Y aún no estaba todo dicho en el pueblo. Todavía no.
11
Estaban en la cama cuando Sheb abrió la puerta de un puntapié y entró con el cuchillo.
Habían pasado cuatro días en un brumoso abrir y cerrar de ojos. Comía. Dormía. Se acostaba con Allie. Descubrió que sabía tocar el violín, y le hizo tocar para él. Ella se sentaba junto a la ventana a la lechosa claridad del alba; era sólo un perfil e interpretaba con vacilación algo que habría podido ser bueno si ella hubiera practicado más. El cariño que el pistolero sentía por ella iba en aumento (aunque de forma extraña, distraída) y a veces pensaba que quizá fuera ésa la trampa que el hombre de negro le había tendido. Leía viejas y deterioradas revistas con imágenes descoloridas. Apenas pensaba en nada.
No oyó subir al pequeño pianista; sus reflejos se habían entorpecido. Tampoco esto parecía tener ninguna importancia, aunque en otro momento y lugar le hubiera producido una gran inquietud.
Allie estaba desnuda, con la sábana bajo el pecho, y se disponían a hacer el amor.
-Por favor -estaba diciendo ella-, hazlo como antes, quiero que hagas lo de antes, quiero...
La puerta se abrió con estrépito y el pianista emprendió una carrera ridícula y patituerta hacia la luz. Allie no chilló, aunque Sheb blandía un cuchillo de trinchar de veinticinco centímetros. Sheb iba emitiendo un ruido, un balbuceo inarticulado. Sonaba como un hombre que estuviera ahogándose en un cubo de cieno. De su boca brotaban gotitas de saliva. Bajó el cuchillo con ambas manos y el pistolero le cogió las muñecas y se las retorció. El cuchillo salió despedido. Sheb profirió un grito agudo y rechinante, como un gozne oxidado. Sus manos, rotas ambas muñecas, se agitaron como las de una marioneta. El viento arañaba
la ventana. En la pared, el espejo de Allie reflejaba una habitación vagamente nublada y distorsionada.
-¡Era mía! -sollozó-. ¡Antes era mía! ¡Mía!
Allie lo miró y salió de la cama. Se cubrió con una bata, y el pistolero sintió una momentánea identificación con aquel hombre que debía de verse cercano al final de lo que otrora había sido. No era más que un hombrecillo castrado.
-Fue por ti -se lamentó Sheb, aún llorando-. Fue solamente por ti, Allie. Todo por ti... -Las palabras se disolvieron en un paroxismo ininteligible y, finalmente, en lágrimas. El pianista oscilaba hacia adelante y hacia atrás sosteniendo las muñecas rotas contra el abdomen.
-Shhh. Shhh. Déjame ver. -Allie se arrodilló a su lado-. Rotas. Pero, Sheb, bobo. ¿No sabías que nunca has sido fuerte? -Le ayudó a ponerse en pie. Sheb trató de llevarse las manos a la cara pero éstas no le obedecieron, y sollozó abiertamente-. Vamos a la mesa y déjame ver qué puedo hacer.
Lo condujo hasta la mesa y le entablilló las muñecas con unos maderos rectos de la caja de la leña. Él lloraba débilmente y sin voluntad, y se marchó sin mirar atrás. Allie regresó a la cama.
-¿Por dónde íbamos?
-No -dijo él.
Ella respondió con paciencia:
-Ya sabías cómo estaban las cosas. No se puede hacer nada. ¿Qué más quieres hacer? -Le palpó el hombro-. En cualquier caso, me alegro de que seas tan fuerte.
-Ahora no -repitió en voz apagada.
-Puedo hacerte fuerte...
-No -la interrumpió-. No puedes hacerlo.
12
A la noche siguiente permaneció cerrada la taberna: era el día que en Tull equivalía al Sabbath. El pistolero acudió a la minúscula iglesia de paredes alabeadas que se alzaba junto al cementerio, mientras Allie limpiaba las mesas con un poderoso desinfectante y enjuagaba los tubos de vidrio de los quinqués con agua jabonosa.
La luz del crepúsculo era extrañamente violácea y, vista desde la carretera, la iglesia con el interior iluminado casi parecía un horno incandescente.
-Yo no voy -le había anunciado escuetamente Allie-. La religión de la mujer que predica es veneno. Que vayan los respetables.
El pistolero se detuvo en el vestíbulo, oculto en la sombra, y atisbó el interior. No había bancos y los fieles de la congregación permanecían de pie. Allí estaban Kennerly y su prole, Castner, propietario de la escuálida mercería-emporio del pueblo, y su encorsetada esposa, unos cuantos habituales del bar, algunas aldeanas que no había visto nunca y, para su sorpresa, Sheb, entonando todos a cappella un himno discordante. Contempló con curiosidad a la enorme mujer que ocupaba el púlpito. Allie le había dicho: «Vive sola y apenas ve a nadie. Sale únicamente los domingos, para esparcir los fuegos del infierno. Se llama Sylvia Pittston. Está loca, pero los tiene aojados a todos. A ellos les gusta. Es lo que les cuadra.»
El tamaño de la mujer era indescriptible. Pechos como terraplenes. Una inmensa columna por cuello, rematada por una cara que era una luna blanca donde parpadeaban unos ojos tan grandes y oscuros que sugerían lagunas sin fondo. La cabellera era de un hermoso color castaño y la llevaba recogida en un amasijo lunático y fortuito, sujeto por un alfiler lo bastante grande como para ser un espetón para la carne. Iba ataviada
con un vestido que parecía hecho de arpillera. Los brazos que sostenían el himnario eran troncos. Su tez, cremosa, su mácula encantadora. El pistolero calculó que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos. De repente se despertó en él un ansia indominable de poseerla, una lascivia que le hizo temblar; giró la cabeza y desvió la mirada.
Nos reuniremos junto al río,
el hermoso, el hermoso
rííííío.
Nos reuniremos junto al río
que fluye por el Reino del Señor.
La última nota del último coro se desvaneció en el aire y hubo unos instantes de carraspeos y arrastrar de pies.
La mujer esperaba. Cuando de nuevo se tranquilizaron, alzó las manos sobre ellos como en una bendición. Fue un ademán evocador.
-Mis queridos hermanitos y hermanitas en Cristo. La frase poseía resonancias inquietantes. Por un instante, en el pistolero se entremezclaron sentimientos de nostalgia y de miedo, junto con una perturbadora sensación de dejavu. Pensó: «Esto lo he soñado. ¿Cuándo?» Pero en seguida desechó tales pensamientos. Los asistentes -unos veinticinco, en total- guardaban el más profundo silencio.
-El tema de nuestra meditación de esta noche será el del Intruso. -Su voz era dulce y melodiosa, la voz con que hablaría una soprano bien preparada.
Un ligero estremecimiento recorrió a los asistentes.
-Tengo la sensación -prosiguió Sylvia Pittston con aire reflexivo-, tengo la sensación de haber conocido personalmente a todos los personajes del Libro. En los últimos cinco años he dejado inservibles cinco Biblias de tanto leerlas y, antes, muchísimas más. Adoro la narración y adoro a los personajes que en ella aparecen. He entrado en el foso de los leones del brazo de Daniel. Estaba con David cuando Betsabé, que se bañaba en el estanque, lo tentó. He estado en el horno
flamígero con Shadrach, Meshach y Abednego. Maté a dos mil con Sansón y fui deslumbrada junto con san Pablo en el camino de Damasco. Lloré con María en el Gólgota.
El público suspiró suavemente.
-Los he conocido y los he amado. Sólo hay uno... Uno... -levantó un dedo y prosiguió-: solamente hay un actor al que no conozco, en el mayor de todos los
dramas. Solamente uno se mantiene al margen con el rostro en las tinieblas. Solamente uno hace que mi cuerpo tiemble y mi espíritu desfallezca. Le temo. No sé lo que piensa y le temo. Temo al Intruso.
Otro suspiro. Una de las mujeres se había llevado una mano a la boca, como para contener un grito, y se mecía, y se mecía.
-El Intruso que se presentó a Eva como una serpiente en su vientre, sonriendo y retorciéndose. El Intruso que caminaba entre los hijos de Israel mientras
Moisés se hallaba en la cima del monte, el que los impulsó a construir un ídolo de oro y a adorarlo con obscenidades y fornicación.
Gemidos, gestos de asentimiento.
-¡El Intruso! Estaba en el balcón con Jezabel cuando el rey Ajaz caía aullando hacia su muerte, y él y ella sonrieron cuando los perros acudieron a lamer su
sangre. ¡Oh, hermanitos y hermanitas! ¡Precaveos del Intruso!
-Sí, ¡oh, Jesús! -Era el primer hombre que el pistolero había visto al llegar a la población, el del sombrero de paja.
-Siempre ha estado ahí, hermanos y hermanas. Pero no conozco sus pensamientos. Y vosotros tampoco los conocéis. ¿Quién podría comprender la espantosa oscuridad que allí se arremolina, el monumental orgullo, la titánica blasfemia, el impío regocijo? ¿Y su vesania? ¡La balbuciente y ciclópea vesanía que camina, se arrastra y da origen a las más horribles necesidades y deseos de los hombres!
-¡Oh, Jesús Salvador!
-Fue él quien llevó a Nuestro Señor a lo alto de la montaña...
-Sí...
-Fue él quien lo tentó y le mostró el mundo entero, y todos los placeres del mundo...
-Sííí...
-Es él quien volverá cuando el mundo llegue a los últimos Tiempos..., y están llegando, hermanos y hermanas. ¿No lo advertís?
-Sííí...
La congregación, meciéndose y sollozando, se convirtió en un mar; la mujer parecía señalar a cada individuo, a ninguno de ellos.
-Él es el Anticristo que vendrá para conducir a los hombres a las ardientes entrañas de la perdición y al sangriento fin de la perversidad, cuando la estrella Wormword luzca refulgente en el cielo, cuando la hiel devore los órganos de los niños, cuando las matrices de las mujeres den a luz monstruosidades, cuando las obras de los hombres se conviertan en sangre...
-Ahhh...
-Oh, Dios...
Grrrrrrr...
Una mujer se desplomó al suelo, agitando inconteniblemente las piernas. Uno de sus zapatos salió despedido.
-Él es quien se esconde tras todos los placeres carnales... ¡Él! ¡El Intruso!
-¡Sí, Señor!
Un hombre cayó de rodillas, sujetándose la cabeza y mugiendo.
-Cuando tomáis una bebida, ¿quién sostiene la botella?
-¡El Intruso!
-Cuando os sentáis a una mesa de faraón o de «miradme», ¿quién reparte las cartas?
-¡El Intruso!
-Cuando os agitáis en la carne de otro cuerpo, cuando vosotros mismos os ensuciáis, ¿a quién estáis vendiendo vuestra alma?
-In ...
-El ...
-Oh, Jesús... Oh...
-...truso...
-Agg... Agg... Agg...
-¿Y quién es él? -Gritaba, pero permanecía interiormente serena; el pistolero podía percibir su calma, su maestría, su control, su dominio. De pronto supo, con absoluta certidumbre y lleno de terror, que la mujer llevaba un demonio dentro de ella. Estaba poseída. Y, a través de su temor, volvió a sentir que surgía el ardiente desasosiego del deseo sexual.
El hombre que se sujetaba la cabeza se derrumbó y avanzó a trompicones.
-¡Estoy condenado! -aulló, con el rostro tan desfigurado y contraído como si hubiera serpientes retorciéndose bajo su piel-. ¡Me he entregado a fornicaciones! ¡Me he entregado al juego! ¡Me he entregado a la hierba! ¡Me he entregado al pecado! ¡Me he...!
Pero su voz se elevó hacia el cielo en un horrible gemido histérico e inarticulado, y volvió a apretarse la cabeza como si se tratara de un melón excesivamente maduro que pudiera estallar en cualquier momento.
Los asistentes guardaron silencio como ante una señal y se quedaron inmóviles en semieróticas posturas de éxtasis.
Sylvia Pittston extendió una mano hacia el hombre y la posó en su cabeza. Los gemidos fueron cesando mientras los dedos de la mujer, blancos y fuertes, inmaculados y suaves, se hundían entre sus cabellos. Finalmente, alzó la vista hacia ella y la contempló con expresión inane.
-¿Quién te acompañó en el pecado? -inquirió ella. Sus ojos, tan profundos, tan suaves y tan fríos como para ahogarse en ellos, se clavaron en los del hombre.
-El... El Intruso.
-¿Y cómo se llama?
-Se llama Satán. -Un susurro crudo y supurante.
-¿Renunciarás a él?
Anhelante:
-¡Sí! ¡Sí! ¡Oh, Jesús, Salvador mío!
Ella le acunó la cabeza; él la contempló con la vacua y brillante mirada del fanático.
-Si ahora entrara por esa puerta -prosiguió, blandiendo un dedo hacia las sombras del vestíbulo, hacia donde se hallaba el pistolero-, ¿renunciarías a él en su propia cara?
-¡Por el nombre de mi madre!
-¿Crees en el eterno amor de Jesús? El hombre comenzó a llorar. -¡Joder si creo...!
-Él te perdona lo que has dicho, Jonson. -Alabado sea Dios -respondió Jonson, sin dejar de llorar.
-Sé que te perdona, como sé también que expulsará de sus palacios a los impenitentes y los arrojará al lugar de ardientes tinieblas.
-¡Alabado sea Dios! -La congregación, extenuada, adoptó un tono solemne.
-Como sé también -añadió la mujer- que este Intruso, este Satán, este Señor de las Moscas y de las Serpientes será derribado y aplastado... ¿Lo aplastarás tú si lo ves, Jonson?
-¡Sí, y alabado sea Dios! -sollozó Jonson.
-¿Lo aplastaréis vosotros si lo veis, hermanos y hermanas?
-Sííí...
-Saciados.
-¿Si lo vierais mañana, pavoneándose por la calle Mayor?
-Alabado sea Dios...
El pistolero, perturbado, abandonó su lugar en la iglesia y regresó a la población. El aire transportaba un vívido olor a desierto. Ya casi había llegado la hora de ponerse en marcha. Casi.
13
De nuevo en la cama.
-No te recibirá -le advirtió Allie. Parecía atemorizada-. Nunca recibe a nadie. Solamente sale los domingos por la tarde, para matarlos de miedo a todos.
-¿Cuánto tiempo lleva aquí?
-Unos doce años, más o menos. No hablemos más de ella.
-¿De dónde vino? ¿Por dónde?
-No lo sé.
-Mentira.
-¿Allie?
-¡No lo sé!
-¿Allie?
-¡Está bien! ¡Está bien! ¡Vino de los moradores! ¡Del desierto!
-Lo suponía. -Se relajó un poco-. ¿Dónde vive? La voz de la mujer se hizo más grave.
-Si te lo digo, ¿haremos el amor?
-Ya sabes cuál va a ser mi respuesta.
Ella suspiró. Fue un sonido antiguo y amarillento, como el de volver las páginas de un libro viejo. -Tiene una casa en la loma que hay detrás de la iglesia. Una choza, mejor. Es donde vivía el... el verdadero ministro, hasta que se fue. ¿Te basta con eso? ¿Estás satisfecho?
-No. Todavía no. -Se inclinó sobre ella.
14
Era el último día, y él lo sabía bien.
El firmamento tenía un desagradable color amoratado y, desde lo alto, los primeros dedos del alba lo iluminaban espectralmente. Allie iba de un lado para otro como un alma en pena, encendiendo quinqués y vigilando los buñuelos de maíz que se freían en la sartén. En cuanto le hubo dicho lo que él quería saber, el pistolero le había hecho el amor ferozmente, y ella, presintiendo la proximidad del final, había dado más de lo que nunca había dado, desesperada por la llegada de la aurora, con la infatigable energía de los dieciséis años. Pero por la mañana estaba pálida, de nuevo al borde de la menopausia.
Le sirvió el desayuno sin decir palabra. Él lo ingirió rápidamente, masticando, engullendo, acompañando cada bocado con un sorbo de café caliente.
Allie se acercó a las puertas de vaivén y se detuvo a contemplar la mañana, los batallones silenciosos de lentos nubarrones.
-Hoy tendremos tormenta de polvo.
-No me sorprende.
-¿Te sorprende algo alguna vez? -preguntó irónicamente, y se volvió a tiempo de verle recoger su sombrero.
El pistolero se lo encasquetó y pasó rozándola.
-A veces -contestó. Sólo volvería a verla una vez con vida.
15
Cuando llegó a la choza de Sylvia Pittston el viento había cesado por completo y el mundo parecía en trance de esperar. El pistolero conocía el desierto lo suficiente como para saber que cuanto más duradero fuera el murmullo, más fuerte sería el vendaval cuando finalmente se desencadenara. Una extraña luz uniforme lo envolvía todo.
En la puerta de la cabaña había clavada una gran cruz de madera, decrépita y cansada. Llamó con los nudillos y esperó. No hubo respuesta. Volvió a llamar. No hubo respuesta. Retrocedió un paso y golpeó violentamente la puerta con su bota derecha. El pequeño pestillo saltó. La puerta giró sobre sus goznes hasta chocar estrepitosamente contra una pared de tablas clavadas de cualquier modo, ahuyentando a unos ratones. Sylvia Pittston estaba sentada en la entrada, acomodada en una descomunal mecedora de madera oscura, y lo miró serenamente con sus grandes ojos oscuros. La tormentosa luz caía sobre sus mejillas en impresionantes medias tintas. Se cubría con un mantón. La mecedora rechinaba levemente.
Se estudiaron mutuamente ¿!l uno al otro durante unos momentos interminables.
-Nunca lo atraparás -dijo ella-. Andas por el camino del mal.
-Estuvo contigo -dijo el pistolero.
-Y en mi cama. Me habló en la Lengua. Me...
-Te jodió.
La mujer no se arredró.
-Andas por el camino del mal, pistolero. Te ocultas en las sombras. Anoche estuviste oculto en las sombras del santo lugar. ¿Acaso creíste que no te veía?
-No dijo gran cosa. Que si llovía alguna vez, que cuándo llegué aquí, que si había enterrado a mi esposa. Yo llevé el peso de la conversación, y no es lo corriente. -Hubo una pausa, y el único sonido fue el de la ventolera-. Es un hechicero, ¿verdad?
-Sí.
Brown asintió lentamente.
-Lo sabía. Y usted, ¿también lo es?
-Yo sólo soy un hombre.
-Nunca lo atrapará.
-Lo atraparé.
Se miraron el uno al otro y se estableció una súbita corriente de simpatía entre los dos hombres, el morador en su parcela reseca y polvorienta, el pistolero en
la dura ladera que descendía gradualmente hacia el desierto. Este último alargó la mano para coger el pedernal.
-Tenga. -Brown sacó una cerilla con cabeza de azufre y la encendió frotándola con una uña sucia de tierra. El pistolero acercó la punta del pitillo a la llamita y aspiró.
-Gracias.
-Querrá usted rellenar los pellejos -apuntó el morador, dándose la vuelta-. La fuente está bajo el alero de atrás. Empezaré a hacer la cena.
El pistolero avanzó cautelosamente entre las hileras de maíz y rodeó la parte de atrás de la vivienda. La fuente manaba al fondo de un pozo excavado a mano y revestido de piedras para impedir que se desmoronaran las paredes de tierra. Mientras descendía por la destartalada escalera, el pistolero calculó que aquellas piedras fácilmente podían representar dos años de trabajo: acarrearlas, arrastrarlas, colocarlas. El agua era clara pero fluía lentamente, y tardó un buen rato en llenar todos los odres.
Mientras subía el segundo odre, Zoltan se detuvo en el borde del pozo.
-Que te jodan a ti y al caballo en que viniste -comentó.
Sobresaltado, el pistolero alzó la vista. El pozo tenía unos cinco metros de profundidad: a Brown le resultaría muy fácil arrojarle una piedra, romperle la cabeza y robarle todo lo que poseía. Sólo un chiflado o un podrido no lo harían; Brown no era ninguna de las dos cosas. Sin embargo, Brown le gustaba, de modo que desechó la idea y siguió rellenando sus cueros. Lo que hubiera de ser sería.
Cuando cruzó el umbral de la choza y descendió los escalones (la cabaña en sí quedaba bajo el nivel del suelo, a fin de retener y aprovechar el frescor de las noches), Brown estaba removiendo unas mazorcas de maíz sobre las ascuas del pequeño fuego con ayuda de una espátula de madera dura. Había dispuesto dos platos descascarillados en los extremos opuestos de una manta parduzca. El agua para las judías comenzaba a hervir en un caldero suspendido sobre el fuego.
-Le pagaré también el agua. Brown no levantó la cabeza.
-El agua es un regalo de Dios. Las judías las trae Pappa Doc.
El pistolero emitió un gruñido que era una risa, se sentó con la espalda apoyada en una pared áspera, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Al cabo de un rato le llegó hasta la nariz el olor a maíz tostado. Hubo un golpeteo como de guijarros cuando Brown vació un cucurucho de judías secas en el caldero. Un tak-tak-tak esporádico cuando Zoltan se paseaba inquieto por el techo. Estaba cansado; desde el horror que había ocurrido en Tull, la última aldea, venía haciendo jornadas de dieciséis y hasta dieciocho horas. Y los últimos doce días había ido andando; la mula estaba al límite de sus fuerzas.
Tak-tak-tak.
Dos semanas, le había dicho Brown, o quizá tantas como seis. No importaba. En Tull había calendarios, y la gente se acordaba del hombre de negro por el viejo que había curado al pasar. Tan sólo un viejo moribundo por culpa de la hierba. Un viejo de treinta y cinco años. Y, si Brown estaba en lo cierto, el hombre de negro había perdido terreno desde entonces. Pero a partir de ahí empezaba el desierto. Y el desierto sería un infierno.
Tak-tak-tak.
-Préstame tus alas, pájaro. Las desplegaré y planearé sobre las corrientes térmicas.
Se dispuso a dormir.
3
Brown lo despertó cinco horas más tarde. Había oscurecido. La única luz era el apagado resplandor cereza de las brasas amontonadas.
-Se ha muerto la mula -dijo Brown-. La cena está lista.
-¿Cómo?
Brown se encogió de hombros.
-Tostada en las brasas y hervida, ¿cómo si no? ¿Tiene manías?
-No, la mula.
-Se ha tendido de lado y ya está. Parecía una mula vieja. -Y, con una nota de disculpa, añadió-: Zoltan se ha comido los ojos.
-Oh. -Como si no le sorprendiera-. Está bien. Cuando se acomodaron ante la manta que hacía las veces de mesa, Brown volvió a sorprenderle al pronunciar una breve bendición: lluvia, salud, expansión para el espíritu.
-¿Cree en una vida futura? -preguntó el pistolero mientras Brown dejaba en su plato tres mazorcas de maíz calientes.
Brown asintió: -Creo que es ésta.
4
Las judías eran como balas y el maíz estaba duro. En el exterior, el viento silbaba y gemía incesantemente en torno a los aleros del techo, casi al nivel del suelo. El pistolero comió ávidamente, deprisa, y bebió cuatro tazas de agua con la comida. Antes de terminar sonó un tableteo de ametralladora en la puerta. Brown se levantó y dejó entrar a Zoltan. El ave cruzó volando la habitación y se acurrucó pesarosamente en la esquina y masculló:
-Fruta musical.
Después de cenar, el pistolero ofreció su tabaco. Ahora. Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown no le preguntó nada. Se limitaba a fumar y a contemplar las moribundas ascuas del hogar. Dentro de la choza, la temperatura había descendido de manera perceptible.
-No nos dejes caer en la tentación -dijo de pronto Zoltan, apocalípticamente.
El pistolero se sobresaltó como si le hubieran disparado. De repente se sintió seguro de que todo aquello era una ilusión desde el principio (no un sueño: un encantamiento), de que el hombre de negro había urdido un ensalmo y estaba intentando decirle algo de una manera enloquecedoramente simbólica y oscura.
-¿Ha pasado por Tull? -inquirió de pronto. Brown asintió.
-Cuando vine hacia aquí, y otra vez antes para vender maíz. Ese año había llovido. Duró quizás unos quince minutos. Pareció como si la tierra se abriera para sorber el agua. Al cabo de una hora estaba tan blanca y reseca como siempre. Pero el maíz... Dios, el maíz. Se lo veía crecer. Pero eso no era lo malo; también se lo oía, como si la lluvia le hubiera dado una boca. No era un sonido agradable. Daba la impresión
de suspirar y quejarse al salir hacia la superficie. -Hizo una pausa-. Tenía de sobras, así que me lo llevé y lo vendí. Pappa Doc se ofreció a venderlo por mí, pero me habría estafado. Fui yo.
-¿No le gusta el pueblo?
-No.
-Estuvieron a punto de matarme -añadió bruscamente el pistolero.
-¿Ah, sí?
-Maté a un hombre que había sido tocado por Dios -explicó-. Pero no había sido Dios sino el hombre de negro.
-Le tendió una trampa.
-Sí.
Se contemplaron a través de las sombras, y el instante adquirió matices de irrevocabilidad.
Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown, al parecer, no tenía nada que decir. Su cigarrillo era una colilla humeante pero, cuando el pistolero dio unos golpecitos sobre su petaca, Brown movió la cabeza.
Zoltan se agitó con inquietud, pareció estar a punto de hablar, se quedó inmóvil.
-¿Puedo contárselo? -preguntó el pistolero.
-Claro.
El pistolero buscó palabras para empezar y no halló ninguna.
-Tengo que orinar -anunció. Brown asintió.
-Eso es el agua. ¿Lo hará en el maíz, por favor?
-Claro.
Subió los escalones y salió a la oscuridad. Las estrellas refulgían sobre su cabeza en una loca exhibición. El viento soplaba sin tregua. La orina del pistolero se arqueó sobre el polvoriento maizal en un tembloroso chorro. El hombre de negro lo había enviado allí. Quizás incluso Brown fuera el mismo hombre de negro. Quizá fuera...
Desechó estos pensamientos. La única contingencia que no había aprendido a afrontar era la posibilidad de su propia locura. Regresó al interior.
-¿Ha decidido ya si soy un encantamiento o no? -inquirió Brown, divertido.
El pistolero se detuvo en un minúsculo rellano, sobresaltado. Luego bajó pausadamente y se sentó. -Había empezado a hablarle de Tull.
-¿Ha crecido?
-Ha muerto -replicó el pistolero, y sus palabras flotaron en el aire.
Brown asintió.
-El desierto. Creo que es capaz de estrangularlo todo, a la larga. ¿Sabía que en otro tiempo existió una ruta de diligencias que cruzaba el desierto?
El pistolero cerró los párpados. Su mente giraba en locos torbellinos.
-Me ha drogado -dijo con voz apagada. -No. No le he hecho nada.
El pistolero abrió cautelosamente los ojos.
-No se sentirá a gusto hasta que yo se lo pregunte -observó Brown-, y lo haré: ¿Quiere hablarme de Tull?
El pistolero abrió la boca, vacilante, y le sorprendió descubrir que esta vez las palabras sí aparecían. Comenzó a hablar en ráfagas entrecortadas que poco a poco se convirtieron en un fluido relato ligeramente desprovisto de inflexiones. La sensación de estar drogado se desvaneció, y se sintió extrañamente excitado. Habló hasta bien entrada la noche. Brown no lo interrumpió para nada. Y tampoco el pájaro.
5
Compró la mula en Pricetown, y cuando llegó a Tull aún estaba fresca. El sol se había puesto una hora antes, pero el pistolero siguió viajando, orientándose primero por el resplandor del pueblo en el firmamento, luego por las notas asombrosamente nítidas de un piano de taberna en el que alguien tocaba Hey Jude. La carretera iba ensanchándose a medida que convergían en ella otros caminos.
Los bosques habían desaparecido mucho antes, sustituidos por la monótona planicie: interminables campos desolados invadidos de feo y matorrales, cabañas,
espectrales fincas desiertas vigiladas por tristes y lóbregas mansiones en las que innegablemente vagaban los demonios; míseras chabolas desiertas, cuyos habitantes se habían marchado o bien voluntariamente o bien a la fuerza, y la casucha de algún morador ocasional, delatada únicamente por un punto de luz parpadeante en las tinieblas o por los hoscos clanes aislados que laboreaban los campos durante el día. El principal cultivo era el maíz pero también había alubias y unos pocos guisantes. De vez en cuando una vaca huesuda lo miraba estúpidamente entre descortezados postes de aliso. Cuatro veces se cruzó con diligencias, dos de ida y dos de vuelta, casi vacías cuando venían por detrás y los adelantaban a él y a la mula, y más llenas cuando regresaban hacia los bosques del norte.
Era un país horrible. Desde su salida de Pricetown habían caído un par de chubascos, como a regañadientes en ambas ocasiones. Incluso el fleo parecía amarillento y desalentado. Horrible. No había hallado ninguna huella del hombre de negro. Quizás hubiera tomado una diligencia.
La carretera describía una curva y, tras doblarla, el pistolero chascó la lengua para que se detuviera la mula
y contempló Tull desde lo alto. El pueblo yacía en el fondo de una depresión circular en forma de plato, una gema falsa en un engaste barato. Había unas cuantas luces, casi todas apiñadas junto al lugar de la música. Parecía haber cuatro calles, tres de las cuales cortaban perpendicularmente la ruta de las diligencias, que era también la principal avenida del pueblo. Quizás hubiera un restaurante. Lo dudaba, pero era posible. Chascó la lengua a la mula.
Ahora eran más numerosas las casas que bordeaban la carretera esporádicamente, la mayoría aún deshabitadas. Pasó ante un exiguo cementerio con mohosas y torcidas lápidas de madera, rodeadas y casi cubiertas por la exuberante hierba del diablo. A unos ciento cincuenta metros encontró un deteriorado letrero que rezaba: TULL.
La pintura estaba gastada hasta el punto de resultar casi ilegible. Un poco más lejos había otro letrero, pero el pistolero fue incapaz de leer en él nada en absoluto.
Una algarabía de voces medio beodas acompañaba los últimos compases de Hey Jude -«Naa-naa-naa naana-na-na... hey, Jude...»- cuando por fin entró en la población. Era un sonido muerto, como el del viento en el hueco de un árbol podrido. Sólo el prosaico fragor del piano de taberna le impidió considerar seriamente la posibilidad de que el hombre de negro hubiera conjurado fantasmas para poblar una aldea abandonada. Esta idea le hizo esbozar una sonrisa.
En las calles se cruzó con unas cuantas personas; no muchas, pero unas cuantas. Tres señoras ataviadas con pantalones negros e idéntica blusa marinera pasaron por la acera opuesta, sin mirarlo con abierta curiosidad. Los rostros parecían nadar sobre cuerpos, todo menos invisibles, como enormes y pálidas pelotas de béisbol con ojos. Un anciano solemne con un sombrero de paja firmemente encasquetado contempló al pistolero desde los peldaños de una tienda de comestibles clausurada. Un sastre larguirucho con un cliente de última hora hizo una pausa en su trabajo para verlo pasar; a fin de observar mejor, alzó la lámpara ante la ventana. El pistolero lo saludó con una inclinación de cabeza. Ni el sastre ni su cliente devolvieron el saludo. Ambos tenían la mirada fija en las bajas pistoleras que reposaban sobre sus caderas. Un adolescente, de unos trece años tal vez, cruzó la calle con su chica en la siguiente intersección e hizo una pausa casi imperceptible. Sus pisadas levantaban remolonas nubecillas de polvo. Algunas de las farolas funcionaban, pero los cristales estaban sucios de petróleo congelado; la mayoría estaba destrozada. Había una caballeriza, cuya supervivencia dependía seguramente de la línea de diligencias. Tres muchachos agazapados en torno a un anillo de jugar a canicas dibujado en el polvo junto a las abiertas fauces del establo fumaban cigarrillos de hollejos de maíz. Las sombras que proyectaban en el patio eran muy alargadas.
El pistolero pasó ante ellos sin detenerse, conduciendo su mula, y atisbó hacia el lóbrego interior del establo. Un candil brillaba con luz tenue y una sombra saltaba y se agitaba mientras un anciano enflaquecido con un pantalón de peto trasladaba un montón de heno de fleo al henil con grandes y esforzados golpes de horca.
-¡Hola! -gritó el pistolero.
La horca vaciló y el mozo de cuadra se volvió con expresión colérica.
-¡Hola, usted!
-Tengo aquí una mula.
-Mejor para usted.
El pistolero arrojó una pesada moneda de oro, acordonada de forma irregular hacia la penumbra. El metal resonó sobre los viejos tablones, sucios de paja
desmenuzada, y quedó brillando en el suelo. El mozo de cuadra se acercó, se agachó, la recogió y contempló al pistolero con los párpados entornados. Luego bajó la vista hacia sus cananas y asintió adustamente.
-¿Cuánto tiempo quiere dejarla?
-Una noche, tal vez dos. Quizá más.
-No tengo cambio para una moneda de oro.
-Ni yo se lo pido.
-Dinero de sangre -masculló el mozo.
-¿Cómo?
-Nada. -El mozo de cuadra asió el ronzal de la mula y la condujo al interior.
-¡Almohácela bien! -gritó el pistolero. El viejo no se dio la vuelta.
El pistolero se dirigió hacia los muchachos acuclillados ante sus canicas. Los tres habían seguido la conversación con desdeñoso interés.
-¿Qué tal va todo? -preguntó el pistolero amigablemente.
No hubo respuesta.
-¿Vivís en el pueblo? No hubo respuesta.
Uno de los muchachos se quitó de la boca un retorcido hollejo de maíz, cogió una canica de vidrio verde y la lanzó hacia el círculo de tierra. Acertó a la de un
contrario, que salió proyectada al exterior. Recogió la bolita de vidrio verde y se dispuso a tirar de nuevo.
-¿Hay algún restaurante en este pueblo? -inquirió el pistolero.
Uno de los chicos, el más joven, levantó la cabeza. Tenía un enorme sabañón junto a la comisura de los labios, pero sus ojos todavía eran ingenuos. Contempló
al pistolero con una admiración disimulada que resultaba a la vez conmovedora y alarmante.
-Puede que en el bar de Sheb le hagan una hamburguesa.
-¿Donde el piano?
El muchacho asintió en silencio. Los ojos de sus compañeros de juego se habían vuelto fríos y hostiles. El pistolero se tocó el ala del sombrero.
-Muchas gracias. Me alegra comprobar que en este pueblo hay alguien lo suficientemente inteligente como para saber hablar.
Echó a andar, subió a la acera de tablas y se encaminó hacia el bar de Sheb, oyendo a sus espaldas la clara y despectiva voz de otro de los muchachos, poco más que un chillido infantil:
-¡Mascahierba! ¿Cuánto hace que te tiras a tu hermana, Charlie? ¡Eres un mascahierba!
Ante la puerta del bar había tres refulgentes lámparas de queroseno, una a cada lado y otra suspendida sobre las mal encajadas puertas de vaivén. El coro de Hey Jude había terminado ya, y en el piano tintineaba alguna otra balada antigua. Murmullo de voces como hilos rotos. El pistolero se detuvo unos instantes bajo el dintel, contemplando el interior. Serrín en el suelo, escupideras junto a las mesas de patas torcidas. Una barra de tablones sostenidos por caballetes de madera. Detrás, un mugriento espejo donde se reflejaba el pianista, sentado con aire indolente en el inevitable taburete. La parte delantera del piano había sido desmontada de tal forma que se veían subir y bajar los martillos de madera a cada pulsación de las teclas. La camarera que atendía la barra era una mujer de cabello pajizo enfundada en un sucio vestido azul. Uno de los tirantes se aguantaba con un imperdible. Al fondo de la sala había seis ciudadanos que bebían y jugaban apáticamente a «Miradme». Otra media docena formaba un grupito disperso alrededor del piano. Cuatro o cinco en la barra. Y un anciano de pelo gris derrumbado sobre una mesa junto a las puertas. El pistolero entró.
Las cabezas se giraron para examinarlo, a él y a sus pistolas. Hubo un momento de casi completo silencio, salvo por el retintín de la música que el pianista seguía interpretando, ajeno a todo. Entonces, la mujer pasó un paño sobre la barra y las cosas volvieron a la normalidad.
-Miradme -dijo uno de los jugadores del rincón, al tiempo que emparejaba tres corazones con cuatro picas y se quedaba sin naipes en la mano.
El de los corazones blasfemó y pagó su apuesta. Comenzaron a repartir la siguiente mano.
El pistolero se acercó a la barra.
-¿Tiene hamburguesas? -preguntó.
-Desde luego. -La mujer lo miró a los ojos, y quizás hubiera sido bonita cuando empezó, pero ahora su rostro estaba lleno de bultos, y una lívida cicatriz retorcida le cruzaba la frente. Había aplicado sobre ella una abundante capa de polvos, pero más que disimularla lo que hacía era resaltarla-. Pero son caras.
-Lo suponía. Déme tres hamburguesas y una cerveza.
De nuevo aquel sutil cambio de tono. Tres hamburguesas. Las bocas se hacían agua y las lenguas se relamían de gula lentamente. Tres hamburguesas.
-Eso le costaría cinco pavos. Con la cerveza.
El pistolero puso una pieza de oro sobre la barra. Muchas miradas la siguieron.
Tras la barra, a la izquierda del espejo, había un brasero de carbón lleno de rescoldos que humeaban perezosamente sin llama. La mujer desapareció hacia un cuartito que había detrás y regresó con un montón de carne picada sobre una hoja de papel. Amasó tres círculos y los colocó sobre las brasas. Emanaban un olor exasperante. El pistolero esperó con imperturbable indiferencia, apenas consciente de las vacilaciones del piano, la demora en la partida de cartas, las miradas de soslayo de los habituales de la barra.
El hombre que iba hacia él estaba ya a mitad de camino cuando el pistolero lo vio reflejado en el espejo. Era un hombre casi completamente calvo, y su mano estaba cerrada sobre el mango de un gigantesco cuchillo de caza, asegurado en su cinturón como una pistolera.
-Vuelva a sentarse -dijo él sosegadamente.
El hombre se detuvo. Su labio superior se contrajo involuntariamente como el de un perro, y hubo un momento de silencio. Luego, el hombre regresó a su mesa y la atmósfera volvió de nuevo a la normalidad.
La cerveza llegó en un enorme vaso agrietado. -No tengo cambio para el oro -anunció la mujer con aire truculento.
-Tampoco lo quiero.
Ella asintió con irritación, como si aquella ostentación de riqueza, aunque fuera en su beneficio, le resultara ofensiva. Pero se guardó el oro y, al cabo de unos instantes, le sirvió las hamburguesas en una plancha humeante con los bordes todavía al rojo.
-¿Tiene sal?
La sacó de debajo de la barra.
-¿Pan?
-No. -El pistolero comprendió que le mentía, pero no quiso insistir.
El hombre calvo le miraba con ojos cianóticos, abriendo y cerrando los puños sobre la astillada superficie de la mesa. Las aletas de su nariz se ensanchaban con palpitante regularidad.
El pistolero empezó a comer tranquilamente, casi con languidez, cortando trozos de carne con el borde del tenedor y llevándoselos a la boca mientras trataba de no pensar en qué habrían añadido a la carne de buey para cortarla.
Casi había terminado y se disponía ya a pedir otra cerveza y a liar un cigarrillo, cuando la mano se posó en su hombro.
De pronto el pistolero advirtió que la sala estaba de nuevo en silencio, y saboreó la densa tensión del aire. Volvió la cabeza y descubrió el rostro del hombre que a su llegada estaba durmiendo junto a la puerta. Era un rostro espantoso. El olor de la hierba del diablo era como un miasma pútrido. Los ojos eran abominables, con la feroz e intensa mirada de los ojos que ven pero no ven, vueltos para siempre hacia el interior, hacia el estéril infierno de unos sueños sin control, sueños desencadenados, surgidos de las hediondas ciénagas del inconsciente. La mujer de la barra profirió un gritito quejumbroso.
Los agrietados labios se torcieron y se separaron, dejando al descubierto unos verdes y musgosos dientes, y el pistolero pensó: «Ya ni siquiera la fuma. La masca. Realmente la masca.»
E inmediatamente después: «Está muerto. Debería haber muerto hace un año.»
E inmediatamente después: «El hombre de negro.» Sus miradas se encontraron: la del pistolero y la del hombre que había bordeado los límites de la locura. El hombre habló y el pistolero, desconcertado, le oyó interpelarlo en la Alta Lengua:
-El oro, por favor, pistolero. ¿Una sola pieza? Como un regalo.
La Alta Lengua. Por un instante, su mente se negó a interpretarla. Habían pasado años -¡Santo Dios!-, siglos, milenios; ya no existía la Alta Lengua, él era el último, el último pistolero. Los demás habían...
Estupefacto, hurgó en el bolsillo de la pechera y extrajo una moneda de oro. La deforme zarpa del hombre se cerró sobre ella, la acarició, la sostuvo en alto para que refulgiera con el grasiento resplandor del queroseno. El oro despedía su propio brillo, orgulloso y civilizado; dorado, rojizo, sangriento...
-Ahhhh... -Un inarticulado ruido de placer. El viejo se tambaleó para dar media vuelta y echó a andar hacia su mesa sosteniendo la moneda a la altura de los ojos, volteándola entre los dedos, arrancándole destellos.
La sala comenzó a vaciarse rápidamente, y las puertas de vaivén oscilaban frenéticamente de un lado a otro. El pianista cerró con un golpe la tapa del instrumento y salió en pos de los demás a grandes zancadas de opereta.
-¡Sheb! -gritó la mujer a sus espaldas, con una extraña mezcla de miedo y astucia en la voz-. ¡Vuelve aquí, Sheb! ¡Maldita sea!
El viejo, entre tanto, llegó a su mesa e hizo girar la moneda sobre la maltratada madera como si se tratara de una peonza, mientras sus ojos muertos en vida le seguían con vacua fascinación. Por segunda vez la hizo girar, y por tercera, y sus párpados se entrecerraron. La cuarta vez apoyó la cabeza en la mesa antes de que la moneda se detuviera.
-Ya está -dijo la enfurecida mujer, suavemente-. Ya me ha dejado sin clientela. ¿Está satisfecho? -Volverán -respondió el pistolero.
-No, esta noche ya no volverán.
-¿Quién es ése? -hizo un ademán hacia el mascahierba.
-Vaya a... -Completó la frase describiendo un imposible acto de masturbación.
-Debo saberlo -explicó el pistolero con paciencia-. Él ...
-Le ha hablado de una forma extraña -le interrumpió la mujer-. Nort no había hablado así en toda su vida.
-Busco a un hombre. Si lo ha visto, no puede haberlo olvidado.
La mujer se lo quedó mirando, apaciguada su ira. Ésta fue sustituida por el cálculo y luego por un vívido brillo húmedo que él ya había visto antes. El desvencijado edificio latía pensativamente para sí mismo. A lo lejos, un perro lanzó un ladrido ronco. El pistolero esperaba. Ella vio que lo sabía y el brillo fue reemplazado por la desesperanza, por una muda necesidad inefable. -Ya conoce mi precio -dijo al fin.
El hombre la contempló con detenimiento. A oscuras, la cicatriz no se vería. Su cuerpo era bastante enjuto, de modo que el desierto, el esfuerzo y el abatimiento no habían logrado aflojar sus formas. Y en otro tiempo había sido guapa, quizás incluso hermosa. Tampoco tenía demasiada importancia. No la habría tenido aunque los escarabajos de las tumbas hubieran anidado en la árida negrura de su matriz. Todo estaba escrito de antemano.
La mujer se llevó las manos al rostro. Todavía quedaba algo de jugo en ella; el suficiente para llorar. -¡No me mire! ¡No quiero que me mire con tanta dureza!
-Lo siento -se disculpó el pistolero-. No pretendía mostrarme duro.
-¡Ninguno de ustedes lo pretende! -sollozó. Siguió llorando con las manos en la cara. Al pistolero le complació que se cubriera la cara. No por la cicatriz, sino porque aquello le devolvía la juventud, si bien no la doncellez. El imperdible que sujetaba el tirante del vestido brilló a la mortecina luz.
-Apague las luces y cierre. ¿Cree que el viejo puede robarle algo?
-No -susurró ella. -Pues apague las luces.
No apartó las manos del rostro hasta que se halló de espaldas a él y comenzó a apagar los quinqués uno por uno, bajando las mechas y soplando luego para extinguir la llama. Luego tomó la mano del pistolero y la encontró caliente. Lo condujo escaleras arriba. Ninguna luz hubiera ocultado sus actos.
6
Lió un par de cigarrillos en la oscuridad, los encendió y le pasó uno a ella. La habitación conservaba el patético perfume a lilas frescas de ella. El olor del desierto lo cubría y lo desfiguraba. Era como el olor del mar. El pistolero se dio cuenta de que temía al desierto que se extendía ante él.
-Se llama Nort -comenzó ella. Su voz no había perdido ninguna aspereza-. Sólo Nort. Murió.
El pistolero esperó.
-Fue tocado por Dios.
-Nunca he visto a Dios -contestó el pistolero. -Ha estado siempre aquí hasta donde alcanza mi memoria. Nort, quiero decir, no Dios. -Se rió en la oscuridad con una risa mellada-. Hubo un tiempo en que tenía un carro de panales. Empezó a beber. Empezó a olfatear la hierba. Luego a fumársela. Los niños comenzaron a seguirlo por todas partes y le azuzaban los perros. Llevaba unos pantalones verdes viejos y apestosos. ¿Me entiendes?
-Sí.
-Empezó a mascarla. Acabó quedándose todo el día sentado ahí, sin comer nada. Quizás imaginaba ser un rey. Y que los niños eran sus bufones y los perros, sus príncipes.
-Sí.
-Murió justo delante de esta casa -prosiguió-. Venía por la acera, pisando fuerte (sus botas no se gastaban nunca, eran botas de mecánico), con los niños y los perros detrás de él. Parecía un amasijo de perchas de alambre retorcidas y entrelazadas. En sus ojos se veían todas las luces del infierno, pero venía sonriendo, con una sonrisa como la que tallan los chicos en sus calabazas la víspera de Todos los Santos. Despedía olor a mugre, a podredumbre y a hierba. El jugo le rezumaba por las comisuras de los labios como una sangre verdosa. Creo que tenía intención de entrar para oír tocar a Sheb. Y justo en la puerta se detuvo y ladeó la cabeza. Yo lo estaba mirando y pensé que había oído una diligencia, aunque no se esperaba ninguna. Entonces vomitó un vómito negro y lleno de sangre. El chorro pasó a través de su sonrisa como el agua de letrina por un enrejado. El hedor ya era suficiente para volverla a una loca. Levantó los brazos y vomitó, nada más. Eso fue todo. Se murió con la sonrisa en la cara, sobre su propio vómito.
La mujer temblaba junto a él. Fuera, el viento mantenía su constante gemido y, en algún sitio remoto, una puerta se abría y se cerraba con violencia, como un sonido oído en un sueño. Por las paredes corrían ratones. En su fuero interno el pistolero pensó que aquél era probablemente el único lugar de la población lo bastante próspero como para albergar ratones. Colocó una mano sobre el vientre de la mujer, y ella se agitó sobresaltada antes de relajarse.
-El hombre de negro -dijo él. -No pararás hasta saberlo, ¿verdad?
-Así es.
-Muy bien. Te lo diré. -Tomó la mano del pistolero entre las suyas y comenzó a hablar.
7
Llegó al caer la tarde el día que murió Nort, cuando el viento arreciaba, arrastrando tierra suelta y levantando polvaredas de arena y plantas de maíz desarraigadas. Kennerly había cerrado con llave la caballeriza y los demás comerciantes del pueblo, muy escasos, habían cerrado las ventanas y asegurado los postigos con tablas. El cielo era del amarillento color del queso rancio y las nubes lo cruzaban con aire huidizo, como si hubieran visto algo horripilante en los desiertos yermos de donde acababan de llegar.
Llegó en un destartalado carromato con la plataforma cubierta por una lona ondulante. Le vieron llegar y el viejo Kennerly, tendido ante la ventana con una botella en una mano y la blanda y cálida carne del pecho izquierdo de su segunda hija en la otra, decidió no estar en casa si llamaba a su puerta.
Pero el hombre de negro pasó sin detener el caballo bayo que tiraba del carromato, y el girar de las ruedas alzó nubecillas de polvo prestamente arrebatadas por el viento. Su figura habría podido ser la de un monje o un sacerdote; llevaba una túnica negra moteada de polvo, y una amplia capucha le cubría la cabeza y ocultaba sus facciones. Se ondulaba y aleteaba. Bajo el dobladillo de la prenda, pesadas botas de hebilla con la puntera cuadrada.
Paró delante del bar de Sheb y amarró el caballo, que agachó la cabeza y relinchó hacia el suelo. El hombre desató un faldón de la parte de atrás del carro, sacó una vieja y gastada alforja, se la echó al hombro y entró por las puertas de vaivén.
Alice lo contempló con curiosidad, pero nadie más advirtió su llegada. Todos estaban borrachos como una cuba. Sheb interpretaba himnos metodistas a ritmo sincopado y los grisáceos haraganes que habían acudido
temprano para evitar la tempestad y asistir al velatorio de Nort ya estaban roncos de tanto cantar. Sheb, ebrio hasta el límite de la inconsciencia, intoxicado y enervado por la continuidad de su propia existencia, tocaba rápidamente, con frenesí, haciendo volar los dedos como la lanzadera de un telar.
La gente vociferaba y hablaba a gritos, sin imponerse en ningún momento al vendaval pero, a veces, casi desafiándolo. En un rincón, Zachary le había levantado las faldas a Amy Feldon y estaba pintándole signos zodiacales en las rodillas. Algunas mujeres más, no muchas, circulaban entre el público. Todos los rostros parecían resplandecer de fervor. Con todo, la mortecina luz de la tormenta, que se filtraba a través de las puertas de vaivén, daba la impresión de burlarse de ellos.
Nort yacía sobre dos mesas juntas en el centro del salón. Las botas configuraban una mística V. Tenía la boca abierta en una sonrisa laxa pero alguien le había cerrado los ojos y colocado balas sobre ellos. También le habían cruzado las manos sobre el pecho y sostenía una ramita de hierba del diablo. El muerto olía a veneno.
El hombre de negro se echó el capuz hacia atrás y anduvo hasta la barra. Alice lo contempló, sintiendo nacer en ella una ansiedad mezclada con la familiar necesidad que ocultaba en su interior. El hombre no ostentaba ningún símbolo religioso, pero aquello, de por sí, no significaba nada.
-Whisky -pidió él. Su voz era suave y agradable-. Whisky del bueno.
La mujer metió la mano bajo el mostrador y sacó una botella de Star. Habría podido endosarle el matarratas local como si fuese lo mejor que tenía, pero no lo hizo. Le sirvió un vaso mientras el hombre de negro la observaba con sus ojos grandes y luminosos. La penumbra del local no permitía determinar con exactitud de qué color eran. La necesidad se le intensificó. En el salón continuaban la algarabía y los chillidos, sin debilitarse. Sheb, el inútil eunuco, interpretaba un himno sobre los Soldados de Cristo y alguien había persuadido a la tía Mill para que cantase. Su voz, áspera y desafinada, cortó el parloteo como haría un hacha embotada con los sesos de un ternero.
-¡Eh, Alice!
Acudió a la llamada, resentida con el silencio del forastero; resentida con sus ojos de ningún color y con su propia ingle impaciente. Sus necesidades la atemorizaban. Eran caprichosas y no podía dominarlas. Quizá fueran la señal del cambio, que a su vez señalaría el comienzo de la vejez. Y en Tull la vejez solía ser tan breve y cruda como el crepúsculo en invierno.
Sirvió cerveza hasta que el cuñete estuvo vacío, y entonces espitó otro. En ningún momento se le ocurrió pedirle a Sheb que lo hiciera; la obedecería con su mejor voluntad, como el perro que era, y se aplastaría los dedos con el mazo o lo regaría todo con espuma de cerveza. Mientras ella misma lo hacía los ojos del forastero no se apartaron de ella; podía sentir su mirada.
-Mucha gente -comentó el hombre, cuando ella regresó. No había tocado su bebida, limitándose a hacer rodar el vaso entre las palmas para calentarlo.
-Un velatorio.
-Ya he visto el difunto.
-Son unos borrachos -exclamó ella, con un odio repentino-. Son todos unos borrachos.
-La situación los excita. Está muerto y ellos no.
-Cuando vivía era el blanco de todas las burlas. No está bien que sigan burlándose ahora. Era... -no llegó a completar la frase, incapaz de expresar qué era, o hasta qué punto era obsceno.
--¿Un mascahierba?
-¡Sí! ¿Qué otra cosa le quedaba? -Respondió en tono acusador, pero el hombre no bajó la vista y ella sintió que le subía la sangre a la cara-. Lo siento. ¿Es usted un sacerdote? Todo esto debe parecerle repugnante.
-Ni lo soy, ni me lo parece. -Engulló limpiamente el whisky, sin una mueca-. Otro, por favor.
-Antes tendré que ver el color de su dinero. Lo siento.
-No hace falta que lo sienta.
Depositó sobre el mostrador una mal acuñada moneda de plata, gruesa por un lado, fina por el otro, y ella le advirtió, como volvería a hacer más tarde:
-No tengo cambio.
El hombre de negro meneó la cabeza restándole importancia al asunto y contempló con aire ausente cómo le volvía a llenar el vaso.
-¿Está de paso por aquí? -inquirió ella. Permaneció un buen rato sin responder y la mujer ya iba a repetir la pregunta cuando él sacudió la cabeza con impaciencia.
-No hable de banalidades. Está en presencia de la muerte.
Ella retrocedió, dolida y asombrada, y lo primero que pensó fue que el hombre había mentido acerca de su condición sacerdotal para ponerla a prueba.
-Usted le tenía cariño -añadió llanamente-. ¿No es cierto?
-¿Quién, yo? ¿A Nort? -Se echó a reír, afectando enojo para ocultar su confusión-. Me parece que más le vale...
-Tiene el corazón blando y un poco de miedo -prosiguió él-, y el viejo estaba enganchado a la hierba, atisbando por la puerta de atrás del infierno. Y allí está ahora, y ya han cerrado la puerta, y usted cree que no volverán a abrirla hasta que a usted le llegue la hora de pasar por ella, ¿no es eso?
-¿Qué le pasa? ¿Está bebido?
-¡El señor Norton está muerto! -exclamó irónicamente el hombre de negro-. Tan muerto como cualquiera. Tan muerto como usted, o cualquier otro.
-Váyase de mi casa. -La mujer sintió nacer en su interior una temblorosa aversión, pero su vientre seguía irradiando la misma calidez.
-Está bien -dijo él con suavidad-. Está bien. Espere. Espere un poco.
Tenía los ojos azules. De pronto, ella notó que le invadía una sensación de sosiego, como si hubiera tomado alguna droga.
-¿Lo ve? -apuntó él-. ¿Se da cuenta?
Ella asintió torpemente y él se echó a reír con una carcajada fuerte, pura, agradable, que hizo que todas las cabezas se girasen. El hombre de negro dio media vuelta y afrontó las miradas, repentinamente convertido en el centro de la atención por una alquimia inexplicable. La tía Mill vaciló y se detuvo, dejando que un agudo desafinado se desangrara en el aire. Sheb tocó un acorde disonante y se interrumpió. Todos contemplaban al forastero con inquietud. La arena arañaba las paredes del edificio.
El silencio se prolongó sin consumirse. La mujer retenía el aliento en la garganta y, al bajar la vista, descubrió que tenía ambas manos apretadas contra el vientre
por debajo de la barra. Todos miraban al desconocido, y él los miraba a todos. Entonces surgió de nuevo la risa, potente, rica, innegable. Pero nadie sintió ganas de reír con él.
-¡Os mostraré un prodigio! -les gritó.
Ellos se limitaron a seguir mirando, como niños obedientes a quienes se lleva a ver a un mago, a pesar de que ya sean demasiado mayores para creer en él.
El hombre de negro se adelantó y la tía Mill se apartó de su camino. Él sonrió ferozmente y le palmeó el abultado abdomen. La mujer emitió un breve cloqueo involuntario, y el hombre de negro echó hacia atrás la cabeza.
-Mejor así, ¿verdad?
La tía Mill cloqueó otra vez; de repente, empezó a sollozar, y huyó ciegamente hacia las puertas. Los demás la vieron partir en silencio. Estaba desencadenándose la tempestad; las sombras se sucedían una a otra, alzándose y cayendo en el blanco ciclorama del firmamento. Cerca del piano, un hombre con una olvidada cerveza en la mano sonrió rasposamente.
El hombre de negro se irguió sobre el cuerpo de Nort y le sonrió. El viento aullaba, gemía, rugía monótonamente. Algún objeto grande chocó contra un costado del edificio y rebotó arrastrado por el vendaval. Uno de los hombres acodados en la barra logró liberarse y salió del salón bamboleándose en grotescas zancadas. El fragor del trueno estalló secamente en bruscas descargas.
-Muy bien. -El hombre de negro seguía sonriendo-. Vamos a poner manos a la obra.
Comenzó a escupir sobre la cara de Nort, apuntando cuidadosamente. La saliva brilló sobre su frente y se deslizó por el pico pelado de su nariz corva.
Bajo la barra, las manos de la mujer trabajaban deprisa.
Sheb soltó una risa boba y se inclinó. Comenzó a toser y expectorar grandes y pegajosos esputos de flema. El hombre de negro rugió aprobadoramente y le palmeó la espalda. Sheb sonrió, dejando al descubierto un diente de oro.
Unos cuantos se escaparon. Otros se congregaron formando un corro alrededor de Nort. Su rostro v las arrugas de la papada resplandecían de líquido, un líquido precioso en aquel reseco país. Y de pronto se detuvo, como ante una señal. Su respiración era pesada y jadeante.
El hombre de negro se lanzó repentinamente por encima del muerto, describiendo un salto de carpa en el aire. Fue algo hermoso, como un destello de agua. Cayó sobre las manos, se enderezó al instante, giró en redondo con el mismo impulso del rebote, sonrió y repitió la pirueta. Uno de los espectadores, sin saber lo que hacía, comenzó a aplaudir; de pronto, se echó hacia atrás con los ojos nublados de pavor y, enjugándose los labios con el dorso de la mano, se dirigió hacia la puerta.
La tercera vez que el hombre de negro pasó sobre Nort, éste contrajo el rostro.
De los espectadores brotó una especie de gruñido y otra vez quedaron en silencio. El hombre de negro echó la cabeza hacia atrás y aulló. Al inspirar, su pecho se movió a un ritmo rápido y poco profundo. Comenzó a saltar de un lado a otro con mayor velocidad, arqueándose sobre el cuerpo de Nort como se arquea
el agua al ser vertida de un vaso a otro. Lo único que se oía en el salón era el ruido de sus roncos jadeos y el palpitar de la tormenta.
North hizo una inspiración honda y seca. Sus manos temblaron y se movieron al azar sobre la mesa.
Sheb soltó un chillido y se marchó. Una de las mujeres se fue tras él.
El hombre de negro saltó una vez más, y otra, y una tercera. Ahora, todo el cuerpo de Nort vibraba, temblaba, se agitaba y se contorsionaba. El fétido olor a podredumbre, a excrementos y a moho se alzó en sofocantes oleadas. Abrió los ojos.
Alice sintió que los pies la llevaban hacia atrás. Chocó contra el espejo, haciéndolo temblar, y un pánico ciego se apoderó de ella. Salió disparada como un novillo.
-Le he hecho un regalo -gritó el hombre de negro a sus espaldas, todavía jadeando-. Ahora podrá dormir tranquila. Ni siquiera esto es irreversible. Pero, ¡maldita sea!, es... tan... ¡divertido! -Y se echó a reír de nuevo.
Ella corrió escaleras arriba seguida de la carcajada y no se detuvo hasta haber cerrado con llave la puerta que comunicaba con las tres habitaciones de encima del bar.
Entonces, detrás de la puerta, empezó a reír nerviosamente y a sacudir las caderas de un lado a otro. El sonido se convirtió en un fúnebre plañido que se confundía con el viento.
Abajo, Nort salió con aire ausente a la tormenta, para arrancar un poco de hierba. El hombre de negro, único cliente del bar, lo vio salir sin perder la sonrisa.
Cuando, ya anochecido, la mujer se obligó a sí misma a bajar de nuevo, con un quinqué en una mano y un pesado bastón para desfondar barriles en la otra, el hombre de negro ya se había ido, llevándose su carromato. Pero Nort estaba allí, sentado a la mesa más cercana a la puerta como si nunca la hubiera dejado. Seguía oliendo a hierba, pero no tan intensamente como ella hubiera podido suponer.
Al oírla bajar levantó la vista y le sonrió dubitativamente.
-Hola, Alice.
-Hola, Nort. -Dejó el bastón y empezó a encender las lámparas, sin volverle la espalda.
-He sido tocado por Dios -explicó él-. Ya no
volveré a morir. Me lo ha dicho él. Me lo ha prometido.
-Qué suerte, Nort. -La astilla que utilizaba para encender los quinqués resbaló de entre sus dedos temblorosos y se agachó a recogerla.
-Me gustaría dejar de mascar hierba -comentó Nort-. Ya no lo disfruto como antes. No me parece bien que un hombre tocado por Dios siga mascando hierba.
-Entonces, ¿por qué no lo dejas?
En medio de su exasperación, se sorprendió a sí misma mirando a Nort de nuevo como un hombre, más que como un milagro infernal. Lo que vio fue un individuo apesadumbrado, drogado sólo a medias, con aspecto avergonzado, y desdichado. Era imposible seguir teniéndole miedo.
-Tiemblo -respondió él-. Y la quiero. No puedo parar. Alice, tú siempre has sido buena conmigo... -Comenzó a sollozar-. Ni siquiera puedo aguantarme los meados.
Alice se acercó a la mesa y se quedó allí, vacilante.
-Habría podido hacer que ya no la quisiera -se lamentó entre lágrimas-. Si ha podido resucitarme, también habría podido hacer eso por mí. No me quejo... No quiero quejarme... -Miró en torno con inquietud y susurró-: Podría hacerme caer muerto si me quejo. -Quizá sea una broma. Parecía tener gran sentido del humor.
Nort extrajo la bolsa que guardaba bajo la camisa y cogió un puñado de hierba. Irreflexivamente, la mujer la hizo caer de un manotazo y al instante, horrorizada, retiró la mano.
-No puedo evitarlo, Alice, no puedo... -Se abalanzó torpemente hacia la bolsa. Ella habría podido detenerlo, pero no lo intentó. Siguió encendiendo las lámparas, cansada ya aunque la noche apenas acababa de empezar. Pero aquella noche el único cliente que acudió fue el viejo Kennerly, que no se había enterado de nada. La presencia de Nort no pareció sorprenderle. Pidió cerveza, preguntó dónde estaba Sheb y manoseó un poco a la dueña. Al día siguiente las cosas fueron
casi normales, si bien ninguno de los niños siguió a Nort por la calle. Al otro día, se reanudaron las burlas. La vida volvió a seguir su curso. Los chiquillos recogieron el maíz desarraigado y, una semana después de la resurrección de Nort, lo quemaron en mitad de la calle. El fuego ardió con viveza durante algún tiempo y la mayoría de los asiduos del bar salió o se tambaleó hasta la puerta para contemplarlo. Tenían un aspecto primitivo. Sus caras parecían flotar entre las llamas y el helado resplandor del cielo. Alice los miró y sintió una punzada de pasajera desesperación por la tristeza del mundo. Las cosas se habían desunido. Ya no existía ningún pegamento en el centro de las cosas. Nunca había visto el océano, y nunca lo vería.
-Si tuviera agallas -murmuró-. Si tuviera agallas, agallas, agallas...
Nort alzó la cabeza al oír su voz y le dirigió una vacua sonrisa desde el infierno. Alice no tenía agallas. Sólo un bar y una cicatriz.
La fogata se consumió rápidamente y los clientes volvieron al interior. Alice comenzó a anestesiarse con whisky Star y, hacia medianoche, estaba completamente borracha.
8
La mujer dio fin a su relato y, viendo que él no hacía ningún comentario, creyó que la historia lo había adormecido. Empezaba ya a dormitar, a su vez, cuando el pistolero preguntó:
-¿Eso es todo?
-Sí. Eso es todo. Ya es muy tarde.
-Hum. -Estaba liando otro cigarrillo.
-No vayas a echarme briznas de tabaco en la cama -dijo ella, más bruscamente de lo que pretendía.
-No.
Silencio de nuevo. La punta del cigarrillo refulgía intermitentemente.
-Te irás por la mañana -comentó ella con voz apagada.
-Debería irme. Creo que me dejó preparada una trampa.
-No te vayas -le rogó la mujer.
-Ya veremos.
El pistolero se volvió de espaldas, pero ella ya estaba tranquila. Se quedaría. La mujer cerró los ojos.
A punto de dormirse, Allie pensó de nuevo en la forma en que Nort se había dirigido al pistolero, en su extraña manera de hablar. En ningún otro momento, ni antes ni después, había visto al pistolero expresar alguna emoción. Incluso haciendo el amor había permanecido silencioso; apenas hacia el final, su respiración se volvió más áspera y luego se detuvo unos instantes. Aquel hombre era como algo salido de un cuento de hadas o de un mito: el último de su casta en un mundo que estaba escribiendo la última página de su libro. No importaba. Se quedaría por algún tiempo. Ya tendría tiempo para pensar al día siguiente, o al otro. Se adormeció.
9
Por la mañana Allie preparó sémola de maíz y el pistolero la comió sin ningún comentario. Se llevaba las cucharadas a la boca sin pensar en la mujer, sin verla apenas. Sabía que debía partir. A cada minuto que él permanecía sentado allí, el hombre de negro se encontraba un poco más lejos; a aquellas alturas ya habría llegado al desierto. Avanzaba en dirección sur.
-¿Tienes un mapa? -preguntó de repente, levantando la cabeza.
-¿Del pueblo? -Ella se echó a reír-. No es lo bastante grande para que haga falta un mapa.
-No. De lo que hay al sur de aquí. La sonrisa de la mujer se desvaneció.
-El desierto. Solamente el desierto. Pensaba que te quedarías unos días.
-¿Qué hay al sur del desierto?
-¿Cómo quieres que lo sepa? Nadie lo cruza. Desde que estoy aquí, no lo ha intentado nadie. -Se enjugó las manos, cogió un par de agarradores y vació
la olla de agua que tenía al fuego en el fregadero, con un chapoteo humeante. El pistolero se levantó.
-¿Adónde vas? -La mujer percibió el chirriante temor que impregnaba su voz, y se detestó por ello.
-A la caballeriza. Si hay alguien que lo sepa, será el mozo de cuadra. -Le puso las manos sobre los hombros. Eran manos cálidas-. Y he de pensar en mi mula. Si me quedo, alguien tendrá que cuidar de ella. Para cuando me marche.
Pero todavía no. Alzó la vista hacia él.
-No te fíes de ese Kennerly. Si no sabe algo, se lo inventa.
Cuando el pistolero se hubo marchado ella se volvió hacia el fregadero, sintiendo en las mejillas un ardiente fluir de lágrimas de agradecimiento.
10
Kennerly era desdentado, desagradable y cargado de hijas. Dos de ellas, a medio crecer, espiaban al pistolero desde la polvorienta penumbra del establo. Una niña pequeña, todavía un bebé, babeaba felizmente en el suelo de tierra. Una muchacha ya desarrollada, rubia, sucia, sensual, lo contemplaba con especulativa curiosidad mientras accionaba la rechinante bomba de agua situada junto al edificio.
El mozo de cuadra salió a recibirle a mitad de camino entre la puerta de su establecimiento y la calle. Su actitud oscilaba entre la hostilidad y un pusilánime servilismo, como un perro callejero que ha recibido demasiadas patadas.
-Está bien atendida -le aseguró y, antes de que el pistolero pudiera responder, Kennerly se volvió hacia su hija-. ¡A casa, Soobie! ¡Ya te estás metiendo en casa ahora mismo!
Soobie, con expresión hosca, comenzó a arrastrar el cubo lleno hacia la choza adyacente al establo. -Quiere decir la mula -observó el pistolero.
-Sí, señor. Hacía tiempo que no veía una mula. Antes había hasta mulas salvajes, pero el mundo ha cambiado. Sólo veo algunos bueyes, los caballos de la diligencia y... ¡Soobie! ¡Te juro que te daré una tunda!
-No muerdo, ¿sabe? -comentó apaciblemente el pistolero.
Kennerly se encogió un poco.
-No es por usted. No, señor; no es por usted. -Esbozó una sonrisa torcida-. La chica es torpe de por sí. Lleva un diablo en el cuerpo. Es una salvaje.
-Sus ojos
se oscurecieron-. Se acercan los últimos Tiempos, señor. Ya sabe lo que dice el Libro. Los hijos no obedecerán a sus padres y una plaga descenderá sobre las multitudes.
El pistolero asintió y luego señaló hacia el sur.
-¿Qué hay por allí?
Kennerly volvió a sonreír, mostrando las encías y unos pocos dientes amarillentos.
-Moradores. Hierba. Desierto. ¿Qué otra cosa? -Cloqueó con regocijo, y sus ojos escrutaron fríamente al pistolero.
-¿Cómo es de grande el desierto?
-Es grande. -Kennerly se esforzaba por mostrarse serio-. Puede que quinientos kilómetros. Puede que mil quinientos. No lo sé, señor. Allá sólo hay hierba
del diablo y, quizá, demonios. Por ahí se fue el otro tipo, el que curó a Nort cuando estaba enfermo.
-¿Enfermo? He oído decir que estaba muerto. Kennerly seguía sonriendo.
-Bueno, bueno. Puede ser. Pero ya somos grandecitos, ¿verdad?
-Pero usted cree en los demonios. Kennerly puso cara de ofendido.
-Eso es muy diferente.
El pistolero se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente. El sol ardía implacable. Kennerly parecía no advertirlo. En la menguada sombra de la caballeriza, la niñita se embadurnaba el rostro de tierra con toda seriedad.
-¿Sabe qué hay más allá del desierto? Kennerly se encogió de hombros.
-Quizás haya quien lo sepa. Hace cincuenta años la diligencia cruzaba una parte. Eso decía mi padre. Solía decir que había montañas. Otros dicen que hay un
océano..., un océano verde lleno de monstruos. Y hay quien dice que ahí se acaba el mundo. Que sólo hay unas luces capaces de cegar a los hombres y el rostro de Dios con la boca abierta, dispuesto a devorarlos.
-Basura -dijo secamente el pistolero.
-Desde luego -asintió rápidamente Kennerly. Se encogió de nuevo, lleno de odio y de temor, y deseoso de agradar.
-Ocúpese de que mi mula esté bien atendida. –Le echó otra moneda, que Kennerly atrapó al vuelo.
-No se preocupe. ¿Se quedará unos días?
-No lo sé, pero es posible.
-Esa Allie sabe ser agradable cuando quiere, ¿eh?
-¿Ha dicho algo? -preguntó el pistolero con aire ausente.
En los ojos de Kennerly amaneció un terror súbito, como dos lunas gemelas que se alzaran sobre el horizonte.
-No, señor, ni una palabra. Y si la he dicho, lo siento. -Por el rabillo del ojo vio a Soobie asomada a una ventana, y se volvió bruscamente hacia ella-. ¡Ahora sí que te daré una tunda, cara de puta! ¡Te lo juro! ¡Voy a...!
El pistolero se alejó, sabiendo que Kennerly se había vuelto a mirarle y que podía girar en redondo y sorprender al mozo de cuadra con alguna emoción auténtica reflejada en el rostro. Lo dejó estar. Hacía calor. Lo único seguro acerca del desierto era su enorme extensión. Y aún no estaba todo dicho en el pueblo. Todavía no.
11
Estaban en la cama cuando Sheb abrió la puerta de un puntapié y entró con el cuchillo.
Habían pasado cuatro días en un brumoso abrir y cerrar de ojos. Comía. Dormía. Se acostaba con Allie. Descubrió que sabía tocar el violín, y le hizo tocar para él. Ella se sentaba junto a la ventana a la lechosa claridad del alba; era sólo un perfil e interpretaba con vacilación algo que habría podido ser bueno si ella hubiera practicado más. El cariño que el pistolero sentía por ella iba en aumento (aunque de forma extraña, distraída) y a veces pensaba que quizá fuera ésa la trampa que el hombre de negro le había tendido. Leía viejas y deterioradas revistas con imágenes descoloridas. Apenas pensaba en nada.
No oyó subir al pequeño pianista; sus reflejos se habían entorpecido. Tampoco esto parecía tener ninguna importancia, aunque en otro momento y lugar le hubiera producido una gran inquietud.
Allie estaba desnuda, con la sábana bajo el pecho, y se disponían a hacer el amor.
-Por favor -estaba diciendo ella-, hazlo como antes, quiero que hagas lo de antes, quiero...
La puerta se abrió con estrépito y el pianista emprendió una carrera ridícula y patituerta hacia la luz. Allie no chilló, aunque Sheb blandía un cuchillo de trinchar de veinticinco centímetros. Sheb iba emitiendo un ruido, un balbuceo inarticulado. Sonaba como un hombre que estuviera ahogándose en un cubo de cieno. De su boca brotaban gotitas de saliva. Bajó el cuchillo con ambas manos y el pistolero le cogió las muñecas y se las retorció. El cuchillo salió despedido. Sheb profirió un grito agudo y rechinante, como un gozne oxidado. Sus manos, rotas ambas muñecas, se agitaron como las de una marioneta. El viento arañaba
la ventana. En la pared, el espejo de Allie reflejaba una habitación vagamente nublada y distorsionada.
-¡Era mía! -sollozó-. ¡Antes era mía! ¡Mía!
Allie lo miró y salió de la cama. Se cubrió con una bata, y el pistolero sintió una momentánea identificación con aquel hombre que debía de verse cercano al final de lo que otrora había sido. No era más que un hombrecillo castrado.
-Fue por ti -se lamentó Sheb, aún llorando-. Fue solamente por ti, Allie. Todo por ti... -Las palabras se disolvieron en un paroxismo ininteligible y, finalmente, en lágrimas. El pianista oscilaba hacia adelante y hacia atrás sosteniendo las muñecas rotas contra el abdomen.
-Shhh. Shhh. Déjame ver. -Allie se arrodilló a su lado-. Rotas. Pero, Sheb, bobo. ¿No sabías que nunca has sido fuerte? -Le ayudó a ponerse en pie. Sheb trató de llevarse las manos a la cara pero éstas no le obedecieron, y sollozó abiertamente-. Vamos a la mesa y déjame ver qué puedo hacer.
Lo condujo hasta la mesa y le entablilló las muñecas con unos maderos rectos de la caja de la leña. Él lloraba débilmente y sin voluntad, y se marchó sin mirar atrás. Allie regresó a la cama.
-¿Por dónde íbamos?
-No -dijo él.
Ella respondió con paciencia:
-Ya sabías cómo estaban las cosas. No se puede hacer nada. ¿Qué más quieres hacer? -Le palpó el hombro-. En cualquier caso, me alegro de que seas tan fuerte.
-Ahora no -repitió en voz apagada.
-Puedo hacerte fuerte...
-No -la interrumpió-. No puedes hacerlo.
12
A la noche siguiente permaneció cerrada la taberna: era el día que en Tull equivalía al Sabbath. El pistolero acudió a la minúscula iglesia de paredes alabeadas que se alzaba junto al cementerio, mientras Allie limpiaba las mesas con un poderoso desinfectante y enjuagaba los tubos de vidrio de los quinqués con agua jabonosa.
La luz del crepúsculo era extrañamente violácea y, vista desde la carretera, la iglesia con el interior iluminado casi parecía un horno incandescente.
-Yo no voy -le había anunciado escuetamente Allie-. La religión de la mujer que predica es veneno. Que vayan los respetables.
El pistolero se detuvo en el vestíbulo, oculto en la sombra, y atisbó el interior. No había bancos y los fieles de la congregación permanecían de pie. Allí estaban Kennerly y su prole, Castner, propietario de la escuálida mercería-emporio del pueblo, y su encorsetada esposa, unos cuantos habituales del bar, algunas aldeanas que no había visto nunca y, para su sorpresa, Sheb, entonando todos a cappella un himno discordante. Contempló con curiosidad a la enorme mujer que ocupaba el púlpito. Allie le había dicho: «Vive sola y apenas ve a nadie. Sale únicamente los domingos, para esparcir los fuegos del infierno. Se llama Sylvia Pittston. Está loca, pero los tiene aojados a todos. A ellos les gusta. Es lo que les cuadra.»
El tamaño de la mujer era indescriptible. Pechos como terraplenes. Una inmensa columna por cuello, rematada por una cara que era una luna blanca donde parpadeaban unos ojos tan grandes y oscuros que sugerían lagunas sin fondo. La cabellera era de un hermoso color castaño y la llevaba recogida en un amasijo lunático y fortuito, sujeto por un alfiler lo bastante grande como para ser un espetón para la carne. Iba ataviada
con un vestido que parecía hecho de arpillera. Los brazos que sostenían el himnario eran troncos. Su tez, cremosa, su mácula encantadora. El pistolero calculó que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos. De repente se despertó en él un ansia indominable de poseerla, una lascivia que le hizo temblar; giró la cabeza y desvió la mirada.
Nos reuniremos junto al río,
el hermoso, el hermoso
rííííío.
Nos reuniremos junto al río
que fluye por el Reino del Señor.
La última nota del último coro se desvaneció en el aire y hubo unos instantes de carraspeos y arrastrar de pies.
La mujer esperaba. Cuando de nuevo se tranquilizaron, alzó las manos sobre ellos como en una bendición. Fue un ademán evocador.
-Mis queridos hermanitos y hermanitas en Cristo. La frase poseía resonancias inquietantes. Por un instante, en el pistolero se entremezclaron sentimientos de nostalgia y de miedo, junto con una perturbadora sensación de dejavu. Pensó: «Esto lo he soñado. ¿Cuándo?» Pero en seguida desechó tales pensamientos. Los asistentes -unos veinticinco, en total- guardaban el más profundo silencio.
-El tema de nuestra meditación de esta noche será el del Intruso. -Su voz era dulce y melodiosa, la voz con que hablaría una soprano bien preparada.
Un ligero estremecimiento recorrió a los asistentes.
-Tengo la sensación -prosiguió Sylvia Pittston con aire reflexivo-, tengo la sensación de haber conocido personalmente a todos los personajes del Libro. En los últimos cinco años he dejado inservibles cinco Biblias de tanto leerlas y, antes, muchísimas más. Adoro la narración y adoro a los personajes que en ella aparecen. He entrado en el foso de los leones del brazo de Daniel. Estaba con David cuando Betsabé, que se bañaba en el estanque, lo tentó. He estado en el horno
flamígero con Shadrach, Meshach y Abednego. Maté a dos mil con Sansón y fui deslumbrada junto con san Pablo en el camino de Damasco. Lloré con María en el Gólgota.
El público suspiró suavemente.
-Los he conocido y los he amado. Sólo hay uno... Uno... -levantó un dedo y prosiguió-: solamente hay un actor al que no conozco, en el mayor de todos los
dramas. Solamente uno se mantiene al margen con el rostro en las tinieblas. Solamente uno hace que mi cuerpo tiemble y mi espíritu desfallezca. Le temo. No sé lo que piensa y le temo. Temo al Intruso.
Otro suspiro. Una de las mujeres se había llevado una mano a la boca, como para contener un grito, y se mecía, y se mecía.
-El Intruso que se presentó a Eva como una serpiente en su vientre, sonriendo y retorciéndose. El Intruso que caminaba entre los hijos de Israel mientras
Moisés se hallaba en la cima del monte, el que los impulsó a construir un ídolo de oro y a adorarlo con obscenidades y fornicación.
Gemidos, gestos de asentimiento.
-¡El Intruso! Estaba en el balcón con Jezabel cuando el rey Ajaz caía aullando hacia su muerte, y él y ella sonrieron cuando los perros acudieron a lamer su
sangre. ¡Oh, hermanitos y hermanitas! ¡Precaveos del Intruso!
-Sí, ¡oh, Jesús! -Era el primer hombre que el pistolero había visto al llegar a la población, el del sombrero de paja.
-Siempre ha estado ahí, hermanos y hermanas. Pero no conozco sus pensamientos. Y vosotros tampoco los conocéis. ¿Quién podría comprender la espantosa oscuridad que allí se arremolina, el monumental orgullo, la titánica blasfemia, el impío regocijo? ¿Y su vesania? ¡La balbuciente y ciclópea vesanía que camina, se arrastra y da origen a las más horribles necesidades y deseos de los hombres!
-¡Oh, Jesús Salvador!
-Fue él quien llevó a Nuestro Señor a lo alto de la montaña...
-Sí...
-Fue él quien lo tentó y le mostró el mundo entero, y todos los placeres del mundo...
-Sííí...
-Es él quien volverá cuando el mundo llegue a los últimos Tiempos..., y están llegando, hermanos y hermanas. ¿No lo advertís?
-Sííí...
La congregación, meciéndose y sollozando, se convirtió en un mar; la mujer parecía señalar a cada individuo, a ninguno de ellos.
-Él es el Anticristo que vendrá para conducir a los hombres a las ardientes entrañas de la perdición y al sangriento fin de la perversidad, cuando la estrella Wormword luzca refulgente en el cielo, cuando la hiel devore los órganos de los niños, cuando las matrices de las mujeres den a luz monstruosidades, cuando las obras de los hombres se conviertan en sangre...
-Ahhh...
-Oh, Dios...
Grrrrrrr...
Una mujer se desplomó al suelo, agitando inconteniblemente las piernas. Uno de sus zapatos salió despedido.
-Él es quien se esconde tras todos los placeres carnales... ¡Él! ¡El Intruso!
-¡Sí, Señor!
Un hombre cayó de rodillas, sujetándose la cabeza y mugiendo.
-Cuando tomáis una bebida, ¿quién sostiene la botella?
-¡El Intruso!
-Cuando os sentáis a una mesa de faraón o de «miradme», ¿quién reparte las cartas?
-¡El Intruso!
-Cuando os agitáis en la carne de otro cuerpo, cuando vosotros mismos os ensuciáis, ¿a quién estáis vendiendo vuestra alma?
-In ...
-El ...
-Oh, Jesús... Oh...
-...truso...
-Agg... Agg... Agg...
-¿Y quién es él? -Gritaba, pero permanecía interiormente serena; el pistolero podía percibir su calma, su maestría, su control, su dominio. De pronto supo, con absoluta certidumbre y lleno de terror, que la mujer llevaba un demonio dentro de ella. Estaba poseída. Y, a través de su temor, volvió a sentir que surgía el ardiente desasosiego del deseo sexual.
El hombre que se sujetaba la cabeza se derrumbó y avanzó a trompicones.
-¡Estoy condenado! -aulló, con el rostro tan desfigurado y contraído como si hubiera serpientes retorciéndose bajo su piel-. ¡Me he entregado a fornicaciones! ¡Me he entregado al juego! ¡Me he entregado a la hierba! ¡Me he entregado al pecado! ¡Me he...!
Pero su voz se elevó hacia el cielo en un horrible gemido histérico e inarticulado, y volvió a apretarse la cabeza como si se tratara de un melón excesivamente maduro que pudiera estallar en cualquier momento.
Los asistentes guardaron silencio como ante una señal y se quedaron inmóviles en semieróticas posturas de éxtasis.
Sylvia Pittston extendió una mano hacia el hombre y la posó en su cabeza. Los gemidos fueron cesando mientras los dedos de la mujer, blancos y fuertes, inmaculados y suaves, se hundían entre sus cabellos. Finalmente, alzó la vista hacia ella y la contempló con expresión inane.
-¿Quién te acompañó en el pecado? -inquirió ella. Sus ojos, tan profundos, tan suaves y tan fríos como para ahogarse en ellos, se clavaron en los del hombre.
-El... El Intruso.
-¿Y cómo se llama?
-Se llama Satán. -Un susurro crudo y supurante.
-¿Renunciarás a él?
Anhelante:
-¡Sí! ¡Sí! ¡Oh, Jesús, Salvador mío!
Ella le acunó la cabeza; él la contempló con la vacua y brillante mirada del fanático.
-Si ahora entrara por esa puerta -prosiguió, blandiendo un dedo hacia las sombras del vestíbulo, hacia donde se hallaba el pistolero-, ¿renunciarías a él en su propia cara?
-¡Por el nombre de mi madre!
-¿Crees en el eterno amor de Jesús? El hombre comenzó a llorar. -¡Joder si creo...!
-Él te perdona lo que has dicho, Jonson. -Alabado sea Dios -respondió Jonson, sin dejar de llorar.
-Sé que te perdona, como sé también que expulsará de sus palacios a los impenitentes y los arrojará al lugar de ardientes tinieblas.
-¡Alabado sea Dios! -La congregación, extenuada, adoptó un tono solemne.
-Como sé también -añadió la mujer- que este Intruso, este Satán, este Señor de las Moscas y de las Serpientes será derribado y aplastado... ¿Lo aplastarás tú si lo ves, Jonson?
-¡Sí, y alabado sea Dios! -sollozó Jonson.
-¿Lo aplastaréis vosotros si lo veis, hermanos y hermanas?
-Sííí...
-Saciados.
-¿Si lo vierais mañana, pavoneándose por la calle Mayor?
-Alabado sea Dios...
El pistolero, perturbado, abandonó su lugar en la iglesia y regresó a la población. El aire transportaba un vívido olor a desierto. Ya casi había llegado la hora de ponerse en marcha. Casi.
13
De nuevo en la cama.
-No te recibirá -le advirtió Allie. Parecía atemorizada-. Nunca recibe a nadie. Solamente sale los domingos por la tarde, para matarlos de miedo a todos.
-¿Cuánto tiempo lleva aquí?
-Unos doce años, más o menos. No hablemos más de ella.
-¿De dónde vino? ¿Por dónde?
-No lo sé.
-Mentira.
-¿Allie?
-¡No lo sé!
-¿Allie?
-¡Está bien! ¡Está bien! ¡Vino de los moradores! ¡Del desierto!
-Lo suponía. -Se relajó un poco-. ¿Dónde vive? La voz de la mujer se hizo más grave.
-Si te lo digo, ¿haremos el amor?
-Ya sabes cuál va a ser mi respuesta.
Ella suspiró. Fue un sonido antiguo y amarillento, como el de volver las páginas de un libro viejo. -Tiene una casa en la loma que hay detrás de la iglesia. Una choza, mejor. Es donde vivía el... el verdadero ministro, hasta que se fue. ¿Te basta con eso? ¿Estás satisfecho?
-No. Todavía no. -Se inclinó sobre ella.
14
Era el último día, y él lo sabía bien.
El firmamento tenía un desagradable color amoratado y, desde lo alto, los primeros dedos del alba lo iluminaban espectralmente. Allie iba de un lado para otro como un alma en pena, encendiendo quinqués y vigilando los buñuelos de maíz que se freían en la sartén. En cuanto le hubo dicho lo que él quería saber, el pistolero le había hecho el amor ferozmente, y ella, presintiendo la proximidad del final, había dado más de lo que nunca había dado, desesperada por la llegada de la aurora, con la infatigable energía de los dieciséis años. Pero por la mañana estaba pálida, de nuevo al borde de la menopausia.
Le sirvió el desayuno sin decir palabra. Él lo ingirió rápidamente, masticando, engullendo, acompañando cada bocado con un sorbo de café caliente.
Allie se acercó a las puertas de vaivén y se detuvo a contemplar la mañana, los batallones silenciosos de lentos nubarrones.
-Hoy tendremos tormenta de polvo.
-No me sorprende.
-¿Te sorprende algo alguna vez? -preguntó irónicamente, y se volvió a tiempo de verle recoger su sombrero.
El pistolero se lo encasquetó y pasó rozándola.
-A veces -contestó. Sólo volvería a verla una vez con vida.
15
Cuando llegó a la choza de Sylvia Pittston el viento había cesado por completo y el mundo parecía en trance de esperar. El pistolero conocía el desierto lo suficiente como para saber que cuanto más duradero fuera el murmullo, más fuerte sería el vendaval cuando finalmente se desencadenara. Una extraña luz uniforme lo envolvía todo.
En la puerta de la cabaña había clavada una gran cruz de madera, decrépita y cansada. Llamó con los nudillos y esperó. No hubo respuesta. Volvió a llamar. No hubo respuesta. Retrocedió un paso y golpeó violentamente la puerta con su bota derecha. El pequeño pestillo saltó. La puerta giró sobre sus goznes hasta chocar estrepitosamente contra una pared de tablas clavadas de cualquier modo, ahuyentando a unos ratones. Sylvia Pittston estaba sentada en la entrada, acomodada en una descomunal mecedora de madera oscura, y lo miró serenamente con sus grandes ojos oscuros. La tormentosa luz caía sobre sus mejillas en impresionantes medias tintas. Se cubría con un mantón. La mecedora rechinaba levemente.
Se estudiaron mutuamente ¿!l uno al otro durante unos momentos interminables.
-Nunca lo atraparás -dijo ella-. Andas por el camino del mal.
-Estuvo contigo -dijo el pistolero.
-Y en mi cama. Me habló en la Lengua. Me...
-Te jodió.
La mujer no se arredró.
-Andas por el camino del mal, pistolero. Te ocultas en las sombras. Anoche estuviste oculto en las sombras del santo lugar. ¿Acaso creíste que no te veía?
-¿Por qué curó al mascahierba?
-Era un ángel del Señor. Así me lo dijo.
-Supongo que sonreiría al decirlo.
Ella descubrió sus dientes en un inconsciente gesto de fiera.
-Me advirtió que vendrías. Me dijo qué debía hacer. Dijo que tú eres el Anticristo.
El pistolero meneó la cabeza.
-Eso no lo dijo él.
La mujer le sonrió perezosamente.
-Dijo que desearías acostarte conmigo. ¿Es eso cierto?
-Sí.
-El precio es tu vida, pistolero. Me dejó un hijo... el hijo de un ángel. Si me invades... -Dejó que una sonrisa perezosa concluyera la frase. Al mismo tiempo, movió los enormes y montañosos muslos, que se extendieron bajo su vestidura como columnas de puro mármol.
El pistolero se quedó aturdido.
Llevó las manos a las culatas de los revólveres.
-Llevas un demonio dentro, mujer. Yo puedo expulsarlo.
El efecto fue instantáneo. La mujer se aplastó contra el respaldo y por su rostro cruzó una expresión de comadreja.
-¡No me toques! ¡No te me acerques! ¡No tocarás a la Desposada del Señor!
-¿Qué te apuestas? -replicó el pistolero, sonriente. Avanzó hacia ella.
La carne que recubría el inmenso armazón empezó a temblar. Su rostro se había convertido en una caricatura de loco terror y su mano se alzó hacia él con los dedos extendidos en el signo del Ojo.
-El desierto -dijo el pistolero-. ¿Qué hay más allá del desierto?
-¡Nunca lo atraparás! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Arderás! ¡Él me lo dijo!
-Lo atraparé -le aseguró el pistolero-. Ambos lo sabemos. ¿Qué hay más allá del desierto?
-¡No!
-Era un ángel del Señor. Así me lo dijo.
-Supongo que sonreiría al decirlo.
Ella descubrió sus dientes en un inconsciente gesto de fiera.
-Me advirtió que vendrías. Me dijo qué debía hacer. Dijo que tú eres el Anticristo.
El pistolero meneó la cabeza.
-Eso no lo dijo él.
La mujer le sonrió perezosamente.
-Dijo que desearías acostarte conmigo. ¿Es eso cierto?
-Sí.
-El precio es tu vida, pistolero. Me dejó un hijo... el hijo de un ángel. Si me invades... -Dejó que una sonrisa perezosa concluyera la frase. Al mismo tiempo, movió los enormes y montañosos muslos, que se extendieron bajo su vestidura como columnas de puro mármol.
El pistolero se quedó aturdido.
Llevó las manos a las culatas de los revólveres.
-Llevas un demonio dentro, mujer. Yo puedo expulsarlo.
El efecto fue instantáneo. La mujer se aplastó contra el respaldo y por su rostro cruzó una expresión de comadreja.
-¡No me toques! ¡No te me acerques! ¡No tocarás a la Desposada del Señor!
-¿Qué te apuestas? -replicó el pistolero, sonriente. Avanzó hacia ella.
La carne que recubría el inmenso armazón empezó a temblar. Su rostro se había convertido en una caricatura de loco terror y su mano se alzó hacia él con los dedos extendidos en el signo del Ojo.
-El desierto -dijo el pistolero-. ¿Qué hay más allá del desierto?
-¡Nunca lo atraparás! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Arderás! ¡Él me lo dijo!
-Lo atraparé -le aseguró el pistolero-. Ambos lo sabemos. ¿Qué hay más allá del desierto?
-¡No!
-¡Contéstame!
-¡No!
Avanzó un paso más, se arrodilló y aferró sus muslos. Las piernas de la mujer se apretaron como una prensa de tornillo. Comenzó a plañir de forma extraña y lasciva.
-El demonio, entonces -dijo él.
Avanzó un paso más, se arrodilló y aferró sus muslos. Las piernas de la mujer se apretaron como una prensa de tornillo. Comenzó a plañir de forma extraña y lasciva.
-El demonio, entonces -dijo él.
-No...
La forzó a separar las piernas y sacó un revólver de su pistolera.
-¡No! ¡No! ¡No! -Expulsaba el aliento en estallidos breves y feroces.
-Contéstame.
Se meció en la silla y el suelo tembló. De sus labios brotaban oraciones y fragmentos de jerga.
Empujó el cañón de la pistola hacia adelante. Más que oírlo, pudo sentir el aire que aspiraban los pulmones de la aterrorizada mujer. Las manazas le golpeaban en la cabeza; las piernas redoblaban contra el suelo. Y, al mismo tiempo, el inmenso cuerpo trataba de absorber a su invasor e invaginarlo. Desde el exterior, sólo les observaba el cielo amoratado.
Ella chilló algo agudo e inarticulado.
-¿Qué?
-¡Montañas!
-¿Qué hay con ellas?
-Él se detiene... al otro lado... ¡D-d-d-dulce Jesús...! para cobrar f-fuerzas. Me-m-meditación, ¿entiendes? Oh... Yo... Yo...
De pronto, la enorme mole de carne se proyectó hacia adelante y hacia arriba, aunque él se guardó bien de dejar que su carne secreta lo tocara.
Luego la mujer pareció marchitarse y disminuir, y sollozó con las manos sobre su regazo.
-Bien -dijo él, poniéndose en pie-. El demonio ha quedado servido, ¿eh?
-Vete. Has matado al niño. Vete. Vete.
El pistolero se detuvo en el umbral y volvió la cabeza hacia ella.
-No hay niño -observó él secamente-. No hay ángel, ni demonio.
-Déjame sola. Así lo hizo.
16
Para cuando llegó a la caballeriza de Kennerly, una peculiar oscuridad cubría el horizonte septentrional, y comprendió que era polvo. En la atmósfera de Tull flotaba una quietud mortal.
Kennerly lo esperaba en el entarimado sucio de paja que constituía el suelo de su establo.
-¿Se va?
La forzó a separar las piernas y sacó un revólver de su pistolera.
-¡No! ¡No! ¡No! -Expulsaba el aliento en estallidos breves y feroces.
-Contéstame.
Se meció en la silla y el suelo tembló. De sus labios brotaban oraciones y fragmentos de jerga.
Empujó el cañón de la pistola hacia adelante. Más que oírlo, pudo sentir el aire que aspiraban los pulmones de la aterrorizada mujer. Las manazas le golpeaban en la cabeza; las piernas redoblaban contra el suelo. Y, al mismo tiempo, el inmenso cuerpo trataba de absorber a su invasor e invaginarlo. Desde el exterior, sólo les observaba el cielo amoratado.
Ella chilló algo agudo e inarticulado.
-¿Qué?
-¡Montañas!
-¿Qué hay con ellas?
-Él se detiene... al otro lado... ¡D-d-d-dulce Jesús...! para cobrar f-fuerzas. Me-m-meditación, ¿entiendes? Oh... Yo... Yo...
De pronto, la enorme mole de carne se proyectó hacia adelante y hacia arriba, aunque él se guardó bien de dejar que su carne secreta lo tocara.
Luego la mujer pareció marchitarse y disminuir, y sollozó con las manos sobre su regazo.
-Bien -dijo él, poniéndose en pie-. El demonio ha quedado servido, ¿eh?
-Vete. Has matado al niño. Vete. Vete.
El pistolero se detuvo en el umbral y volvió la cabeza hacia ella.
-No hay niño -observó él secamente-. No hay ángel, ni demonio.
-Déjame sola. Así lo hizo.
16
Para cuando llegó a la caballeriza de Kennerly, una peculiar oscuridad cubría el horizonte septentrional, y comprendió que era polvo. En la atmósfera de Tull flotaba una quietud mortal.
Kennerly lo esperaba en el entarimado sucio de paja que constituía el suelo de su establo.
-¿Se va?
-Esbozó una sonrisa abyecta.
-Sí.
-¿Antes de la tormenta?
-Por delante de ella.
-El viento es más veloz que un hombre con una mula. En campo abierto podría matarlo.
-Quiero la mula ahora mismo -respondió simplemente el pistolero.
-Desde luego. -Pero Kennerly no hizo ademán de ir en su busca, sino que permaneció inmóvil, con una sonrisa vil y odiosa y los ojos mirando más allá del hombro del pistolero, como si estuviera pensando en añadir algo más.
El pistolero se echó a un lado y se dio la vuelta simultáneamente, y el pesado garrote que la joven Soobie sostenía rasgó el aire con un siseo, apenas rozándole el codo. La propia fuerza del golpe le hizo soltar el garrote, que cayó ruidosamente al suelo. Unas golondrinas emprendieron el vuelo en las sombrías alturas del henil. La muchacha se lo quedó mirando con aire bovino. Su descolorida camisa ponía de manifiesto la magnificencia de los senos maduros. Con lentitud de ensueño, un pulgar buscó refugio en su boca.
El pistolero se volvió hacia Kennerly, cuya sonrisa iba de oreja a oreja. Su tez era de un amarillo céreo. Tenía los ojos desorbitados.
-Yo... -comenzó, en un susurro flemoso. No pudo continuar.
-La mula -insistió suavemente el pistolero.
-Sí, sí, claro -farfulló Kennerly, yendo en busca del animal. La sonrisa tenía un tinte de incredulidad. El pistolero se movió para no perder de vista a Kennerly. El mozo de cuadra regresó con la mula y le tendió el ronzal.
-Vete a casa y cuida a tu hermana -le dijo a Soobie.
Soobie ladeó la cabeza y permaneció inmóvil.
El pistolero los dejó allí, mirándose el uno al otro sobre el polvoriento suelo cubierto de excrementos, él con su enfermiza sonrisa, ella con su mudo inane desafío. En el exterior, el calor seguía golpeando como un martillo.
17
Conducía la mula por el centro de la calle, alzando salpicaduras de polvo con las botas. Los odres iban atados sobre el lomo del animal.
Se detuvo en la taberna pero Allie no estaba allí. El establecimiento estaba vacío, asegurado todo en previsión de la tormenta, pero aún sucio de la noche anterior. Allie no había empezado a limpiar, y el lugar olía tan mal como un perro mojado.
Llenó su bolsa con harina de maíz, maíz seco y tostado y la mitad de la carne picada que había en la despensa. Dejó cuatro monedas de oro apiladas sobre el mostrador. Allie seguía sin bajar. El piano de Sheb le dedicó una silenciosa despedida con su amarillenta dentadura. Salió a la calle y aseguró la bolsa sobre el lomo de la mula. Tenía un nudo en la garganta. Quizás aún le fuera posible evitar la trampa, pero las posibilidades eran mínimas. Después de todo, él era el Intruso.
Anduvo ante los cerrados y acechantes edificios, percibiendo los ojos que atisbaban por rendijas y hendeduras. El hombre de negro había jugado a ser Dios en Tull. ¿Se debía acaso a un sentido de la comicidad cósmica o solamente a la desesperación? El asunto tenía cierta importancia.
A sus espaldas sonó un aullido hostil y penetrante, y las puertas se abrieron de pronto. Surgieron figuras. La trampa estaba lista, pues. Hombres con ropa de vestir y hombres con sucios monos de trabajo. Mujeres con pantalones y con vestidos descoloridos. Incluso niños, siguiendo los pasos de sus padres. Y en cada mano había un cuchillo o una estaca de madera.
Su reacción fue instantánea, automática, innata. Giró sobre sus talones mientras ambas manos extraían los revólveres de las fundas, las cachas pesadas y seguras en sus manos. Era Allie, por supuesto, tenía que ser Allie; avanzaba hacia él con el rostro contraído, con la cicatriz en un infernal tono cerúleo bajo la luz oblicua. Vio que la llevaban como rehén; la cara torcida de Sheb asomaba sobre su hombro haciendo muecas, como el pariente de una bruja. La mujer era su escudo y su sacrificio. Lo vio todo, claro y sin sombras bajo la helada luz inmortal de aquella calma estéril, y oyó la voz de Allie:
-Me tiene cogida, oh, Jesús, no dispares, no, no, no...
Pero sus manos estaban entrenadas. Era el último de su casta, y no sólo su boca dominaba la Alta Lengua. Las pistolas descargaron en el aire una pesada música átona. La mujer entreabrió la boca, las piernas dejaron de sostenerla, y las pistolas dispararon de nuevo. La cabeza de Sheb cayó hacia atrás. Ambos se desplomaron sobre el polvo.
El aire se llenó de estacas que llovían sobre él. Se movió haciendo eses para esquivarlas. Una de ellas, con un largo clavo atravesado en la punta, le arañó el brazo
e hizo brotar sangre. Un hombre con barba de varios días y manchas de sudor en las axilas se abalanzó sobre él con un mellado cuchillo de cocida en sus zarpas. El pistolero lo mató de un tiro y el hombre cayó por tierra. Los dientes se cerraron con un chasquido audible cuando su mandíbula chocó contra el suelo.
-¡SATÁN! -Empezó a gritar alguien-: ¡EL MALDITO! ¡ACABEMOS CON ÉL!
-¡EL INTRUSO! -gritó otra voz. Seguían lloviendo estacas sobre él-. ¡EL INTRUSO! ¡EL ANTICRISTO!
Se abrió paso a disparos por entre la multitud, corriendo mientras los cuerpos caían y él elegía sus blancos con terrible precisión. Dos hombres y una mujer se vinieron abajo, y huyó por la abertura que habían dejado.
Condujo a sus perseguidores a un febril desfile a lo largo de la calle, en dirección al destartalado colmado barbería que se hallaba ante la taberna. Subió a la acera, se volvió de nuevo y disparó el resto de los cartuchos
contra la muchedumbre enardecida. Tras ellos, Sheb, Allie y los demás yacían en el polvo con los brazos en cruz.
La turba no vacilaba ni se arredraba en ningún momento, a pesar de que todos sus disparos habían alcanzado puntos vitales y de que, probablemente, no habían visto jamás un revólver salvo en los grabados de antiguas revistas.
Se retiró moviendo su cuerpo como un bailarín para evitar los improvisados proyectiles. Volvió a cargar las armas mientras corría, con una rapidez para la que también estaban entrenados sus dedos. Las manos se afanaban velozmente entre las cananas y los tambores. La multitud llegó a la acera y él se refugió en el colmado, cerrando la puerta a sus espaldas. El gran escaparate de la derecha saltó hecho añicos y tres hombres entraron por el hueco, con expresiones vacuamente fanáticas, y los ojos llenos de un fuego justiciero. Los mató a los tres, y a otros dos que entraron tras ellos. Cayeron en el mismo escaparate, empalándose en las astillas de vidrio y cegando la apertura.
La puerta crujía y se estremecía bajo los embates de los asaltantes, y a sus oídos llegó la voz de ella: -¡ASESINO! ¡POR VUESTRAS ALMAS! ¡LA PATA HENDIDA!
La puerta, desgoznada, cayó de plano hacia el interior con un ruido seco, como una palmada. Del suelo se alzó una nube de polvo. Hombres, mujeres y niños cargaron contra él. El aire se llenó de saliva y astillas de madera. Disparó hasta vaciar los tambores y los atacantes cayeron como bolos. Se retiró, derribó un barril de harina, lo hizo rodar hacia ellos y pasó a la barbería, arrojándoles un cazo de agua hirviendo que contenía dos melladas navajas de hoja recta. Siguieron persiguiéndole con frenética incoherencia. Sylvia Pittston seguía arengándolos desde algún lugar, y su voz ascendía y descendía en atronadoras inflexiones. Embutió nuevos cartuchos en las ardientes recámaras, olfateando los olores del afeitado y la tonsura, olfateando su propia carne al chamuscarse las callosidades de las yemas de los dedos.
Salió por la puerta posterior y se encontró en un porche. El llano chaparral quedaba ahora a su espalda, y negaba por completo el pueblo que se agazapaba sobre sus inmensos flancos. Tres hombres surgieron por detrás de la esquina, con amplias sonrisas traicioneras en sus rostros. Le vieron, vieron que él los veía, y las sonrisas se coagularon un segundo antes de que las balas los segaran. Una mujer los había seguido, chillando. Era corpulenta y obesa, y los habituales de la taberna de Sheb la conocían como la tía Mill. El balazo del pistolero la hizo salir despedida hacia atrás y aterrizó con las piernas separadas en una actitud putesca, arremangada la falda sobre los muslos.
Él bajó los escalones y anduvo hacia el desierto diez pasos, veinte pasos, de espaldas. La puerta trasera de la barbería se abrió violentamente y el hueco se llenó de una hirviente turba. El pistolero divisó fugazmente a Sylvia Pittston. Abrió fuego. Cayeron agazapados, hacia atrás, se desplomaron sobre la barandilla y cayeron al polvo. No proyectaban sombra alguna bajo la violácea luz inmortal de aquella mañana. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que estaba gritando. Había estado gritando desde el principio. Sentía sus ojos como agrietados cojinetes de acero. Tenía los testículos encogidos contra el vientre. Sus piernas eran de madera. Sus oídos, de hierro.
Los revólveres estaban descargados y ardían en las manos del pistolero, transfigurado en un Ojo y una Mano; y él se detuvo a gritar y recargar, ausente, con la mente en algún lugar remoto, dejando que sus manos se encargaran de la tarea. ¿Podía alzar una mano y explicarles que se había pasado veinticinco años perfeccionando este truco y otros más, hablarles de las pistolas y de la sangre con que habían sido bendecidas? No con palabras. Pero sus manos eran capaces de explicar su propio relato.
Cuando terminó de cargar se hallaba ya al alcance de sus proyectiles y un bastón que le dio en la frente hizo saltar la sangre en avaras gotas. En un par de segundos estaría al alcance de sus puños. En primera línea vio a Kennerly, a una de sus hijas, de unos once
años de edad, a Soobie, a dos hombres que solían frecuentar el bar y a una habitual de la taberna llamada Amy Feldon. Les tocó a todos recibir y a los que venían detrás también. Los cuerpos cayeron derribados como si fueran espantapájaros. En todas direcciones volaban chorros de sangre y fragmentos de cerebro.
Se detuvieron por un instante, acoquinados, y el rostro de la turba se descompuso en múltiples rostros individuales, temblorosos y desconcertados. Un hombre echó a correr describiendo un gran círculo aullador. Una mujer con ampollas en las manos alzó la cabeza y cloqueó febrilmente hacia el cielo. Otro hombre, al que había visto antes gravemente sentado en los peldaños de la tienda, se ensució bruscamente en los pantalones.
Tuvo tiempo de recargar una pistola.
Y entonces vio a Sylvia Pittston correr hacia él, agitando en cada mano sendos crucifijos de madera. -¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡ASESINO DE NIÑOS! ¡MONSTRUO! ¡DESTRUIDLO, HERMANOS Y HERMANAS! ¡DESTRUID AL INTRUSO ASESINO DE NIÑOS!
Envió una bala a cada una de las cruces, que se convirtieron en astillas, y cuatro más a la cabeza de la mujer. Ésta pareció plegarse sobre sí misma como un acordeón, y vacilar como un vaho de calor.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella por un instante, mientras los dedos del pistolero ejecutaban el truco de la recarga. Las yemas de sus dedos crepitaron al quemarse y quedaron señaladas con unos círculos perfectos.
Sus enemigos eran cada vez menos; había pasado por ellos como la guadaña de un segador. Supuso que tras la muerte de la mujer se desbandarían, pero alguien le arrojó un cuchillo. El mango le golpeó exactamente entre los ojos y le hizo caer por tierra. Todos corrieron hacia él como un coágulo maligno y decidido. Volvió a vaciar las recámaras, tendido sobre las vainas de los cartuchos gastados. Le dolía la cabeza y veía grandes círculos marrones ante sus ojos. Falló un tiro, derribó a once.
Pero los que quedaban en pie estaban ya sobre él. Disparó las cuatro balas que había logrado cargar antes de que se le echaran encima para pegarle y asestarle puñaladas. Consiguió desasirse de un par de ellos, que sujetaban su brazo izquierdo, y rodó por el suelo para alejarse. Sus manos comenzaron a efectuar el truco infalible. Alguien le clavó un cuchillo en el hombro. Alguien le clavó un cuchillo en la espalda. Le pegaron en las costillas. Le hundieron un puñal en las nalgas. Un chiquillo se escurrió hasta su lado y le produjo el único corte profundo, en la parte carnosa de la pantorrilla. El pistolero le voló la cabeza.
Comenzaron a dispersarse, y él siguió disparando sobre ellos. Los pocos que quedaban huyeron hacia los desvencijados edificios de color arena, mientras las manos seguían con su truco, como perros anhelantes que desean ir a recoger el bastón no una ni dos veces, sino toda la noche, y las manos los exterminaban en plena carrera. El último llegó hasta los escalones del porche trasero de la barbería, y entonces la bala del pistolero se hundió en su nuca.
De nuevo reinó el silencio llenando espacios quebrados.
El pistolero sangraba por quizá veinte heridas distintas, superficiales todas, salvo el corte en la pantorrilla. Lo vendó con una tira arrancada de la camisa y luego se irguió y examinó a las víctimas.
Estaban esparcidas formando un retorcido y zigzagueante sendero desde la puerta trasera de la barbería hasta el lugar donde se hallaba. Yacían en toda clase de posturas. Ninguno daba la impresión de estar durmiendo.
Regresó al punto de partida, contando según andaba. En el colmado yacía un hombre abrazado amorosamente en torno al agrietado bote de caramelos que había arrastrado en su caída.
Terminó donde había empezado, en mitad de la desierta calle principal. Había matado a treinta y nueve hombres, catorce mujeres y cinco niños. Había matado a todos los habitantes de Tull.
Las primeras ráfagas de viento trajeron consigo un olor dulzón y enfermizo. Lo siguió, alzó la mirada y asintió para sí. En la taberna de Sheb yacía el deteriorado cuerpo de Nort, con los miembros extendidos, crucificado con estaquillas de madera. Sobre la piel de su frente mugrienta se destacaba la huella, grande y amoratada, de una pata hendida.
Abandonó la población. La mula le esperaba entre unos matojos, a unos cuarenta metros de distancia en lo que antes había sido la ruta de las diligencias. El pistolero la condujo de vuelta al establo de Kennerly. Fuera, el viento interpretaba una melodía dentada. Acomodó la mula y volvió a la taberna. En el cobertizo de atrás encontró una escala de mano, la apoyó en la fachada y desclavó el cuerpo de Nort. Pesaba menos que una bolsa de astillas. Lo dejó caer en el suelo, entre la gente común. Luego pasó al interior, comió hamburguesas y bebió tres cervezas mientras se debilitaba la luz y comenzaba a volar la arena. Aquella noche durmió en la cama donde había yacido con Allie. No tuvo sueños. A la mañana siguiente el viento había amainado y el sol brillaba de nuevo con su acostumbrado resplandor. El viento había arrastrado los cuerpos hacia el sur, como resecas plantas rodadoras. A media mañana, después de vendarse todas las heridas, también él se puso en movimiento.
18
El pistolero pensó que Brown se había quedado dormido. El fuego era apenas una chispa y el pájaro, Zoltan, había ocultado la cabeza bajo el ala.
Estaba a punto de levantarse y de extender un jergón en una esquina cuando Brown rompió el silencio:
-Ya está. Ya lo ha contado. ¿Se siente mejor?
El pistolero se sobresaltó.
-¿Por qué habría de sentirme mal?
-Me ha dicho que era usted humano, no un demonio. ¿O acaso me mentía?
-No mentía. -A regañadientes, tuvo que admitir el hecho: Brown le gustaba. Sinceramente, era así. Y no había mentido al morador sobre ningún aspecto-. ¿Quién es usted, Brown? Realmente, , quiero decir.
-Sólo yo -respondió, imperturbable-. ¿Por qué se cree usted tan misterioso?
El pistolero encendió un cigarrillo sin contestar.
-Me parece que está usted muy cerca de su hombre de negro -observó Brown-. ¿Está él desesperado?
-No lo sé.
-¿Y usted?
-Todavía no -dijo el pistolero. Luego, mirando a Brown con una pizca de desafío, añadió-: Hago lo que tengo que hacer.
-Entonces ya va bien -asintió Brown. Se dio la vuelta y se dispuso a dormir.
19
Por la mañana Brown le dio de comer y salió a despedirlo. A la luz del día era una figura sorprendente, con el pecho huesudo y atezado, las clavículas como lápices y una ensortijada mata de pelo rojo. El ave estaba posada en su hombro.
-¿Y la mula? -preguntó el pistolero. -Me la comeré -dijo Brown. -Muy bien.
Brown le tendió la mano y el pistolero se la estrechó. El morador señaló hacia el sur con la cabeza. -Vaya con calma.
-Ya lo sabe.
Se saludaron con sendas inclinaciones de cabeza y el pistolero echó a andar, festoneado con odres de agua y pistolas. Una sola vez volvió la vista atrás. Brown escarbaba furiosamente en su pequeño maizal. El cuervo permanecía sobre el bajo techo de la vivienda, como una gárgola.
20
El fuego estaba casi consumido y las estrellas comenzaban a palidecer. El viento se paseaba inquietamente. El pistolero, dormido, se revolvió y se aquietó de nuevo. Tuvo un sueño sediento. En la oscuridad era invisible la forma de las montañas. Se habían desvanecido los remordimientos. El calor del desierto los había resecado. En cambio, descubrió que sus pensamientos giraban cada vez más en torno a Cort, que le había enseñado a disparar. Cort sabía distinguir lo blanco de lo negro.
Nuevamente se agitó y abrió los ojos. Parpadeó varias veces, contemplando el fuego r muerto cuya forma se superponía a la más geométrica del fuego anterior. Era un romántico, lo sabía, pero lo guardaba celosamente para sí.
Esto, desde luego, le hizo pensar otra vez en Cort. No sabía dónde se hallaba Cort. El mundo había cambiado.El pistolero se echó la bolsa al hombro y empezó a moverse.
-Sí.
-¿Antes de la tormenta?
-Por delante de ella.
-El viento es más veloz que un hombre con una mula. En campo abierto podría matarlo.
-Quiero la mula ahora mismo -respondió simplemente el pistolero.
-Desde luego. -Pero Kennerly no hizo ademán de ir en su busca, sino que permaneció inmóvil, con una sonrisa vil y odiosa y los ojos mirando más allá del hombro del pistolero, como si estuviera pensando en añadir algo más.
El pistolero se echó a un lado y se dio la vuelta simultáneamente, y el pesado garrote que la joven Soobie sostenía rasgó el aire con un siseo, apenas rozándole el codo. La propia fuerza del golpe le hizo soltar el garrote, que cayó ruidosamente al suelo. Unas golondrinas emprendieron el vuelo en las sombrías alturas del henil. La muchacha se lo quedó mirando con aire bovino. Su descolorida camisa ponía de manifiesto la magnificencia de los senos maduros. Con lentitud de ensueño, un pulgar buscó refugio en su boca.
El pistolero se volvió hacia Kennerly, cuya sonrisa iba de oreja a oreja. Su tez era de un amarillo céreo. Tenía los ojos desorbitados.
-Yo... -comenzó, en un susurro flemoso. No pudo continuar.
-La mula -insistió suavemente el pistolero.
-Sí, sí, claro -farfulló Kennerly, yendo en busca del animal. La sonrisa tenía un tinte de incredulidad. El pistolero se movió para no perder de vista a Kennerly. El mozo de cuadra regresó con la mula y le tendió el ronzal.
-Vete a casa y cuida a tu hermana -le dijo a Soobie.
Soobie ladeó la cabeza y permaneció inmóvil.
El pistolero los dejó allí, mirándose el uno al otro sobre el polvoriento suelo cubierto de excrementos, él con su enfermiza sonrisa, ella con su mudo inane desafío. En el exterior, el calor seguía golpeando como un martillo.
17
Conducía la mula por el centro de la calle, alzando salpicaduras de polvo con las botas. Los odres iban atados sobre el lomo del animal.
Se detuvo en la taberna pero Allie no estaba allí. El establecimiento estaba vacío, asegurado todo en previsión de la tormenta, pero aún sucio de la noche anterior. Allie no había empezado a limpiar, y el lugar olía tan mal como un perro mojado.
Llenó su bolsa con harina de maíz, maíz seco y tostado y la mitad de la carne picada que había en la despensa. Dejó cuatro monedas de oro apiladas sobre el mostrador. Allie seguía sin bajar. El piano de Sheb le dedicó una silenciosa despedida con su amarillenta dentadura. Salió a la calle y aseguró la bolsa sobre el lomo de la mula. Tenía un nudo en la garganta. Quizás aún le fuera posible evitar la trampa, pero las posibilidades eran mínimas. Después de todo, él era el Intruso.
Anduvo ante los cerrados y acechantes edificios, percibiendo los ojos que atisbaban por rendijas y hendeduras. El hombre de negro había jugado a ser Dios en Tull. ¿Se debía acaso a un sentido de la comicidad cósmica o solamente a la desesperación? El asunto tenía cierta importancia.
A sus espaldas sonó un aullido hostil y penetrante, y las puertas se abrieron de pronto. Surgieron figuras. La trampa estaba lista, pues. Hombres con ropa de vestir y hombres con sucios monos de trabajo. Mujeres con pantalones y con vestidos descoloridos. Incluso niños, siguiendo los pasos de sus padres. Y en cada mano había un cuchillo o una estaca de madera.
Su reacción fue instantánea, automática, innata. Giró sobre sus talones mientras ambas manos extraían los revólveres de las fundas, las cachas pesadas y seguras en sus manos. Era Allie, por supuesto, tenía que ser Allie; avanzaba hacia él con el rostro contraído, con la cicatriz en un infernal tono cerúleo bajo la luz oblicua. Vio que la llevaban como rehén; la cara torcida de Sheb asomaba sobre su hombro haciendo muecas, como el pariente de una bruja. La mujer era su escudo y su sacrificio. Lo vio todo, claro y sin sombras bajo la helada luz inmortal de aquella calma estéril, y oyó la voz de Allie:
-Me tiene cogida, oh, Jesús, no dispares, no, no, no...
Pero sus manos estaban entrenadas. Era el último de su casta, y no sólo su boca dominaba la Alta Lengua. Las pistolas descargaron en el aire una pesada música átona. La mujer entreabrió la boca, las piernas dejaron de sostenerla, y las pistolas dispararon de nuevo. La cabeza de Sheb cayó hacia atrás. Ambos se desplomaron sobre el polvo.
El aire se llenó de estacas que llovían sobre él. Se movió haciendo eses para esquivarlas. Una de ellas, con un largo clavo atravesado en la punta, le arañó el brazo
e hizo brotar sangre. Un hombre con barba de varios días y manchas de sudor en las axilas se abalanzó sobre él con un mellado cuchillo de cocida en sus zarpas. El pistolero lo mató de un tiro y el hombre cayó por tierra. Los dientes se cerraron con un chasquido audible cuando su mandíbula chocó contra el suelo.
-¡SATÁN! -Empezó a gritar alguien-: ¡EL MALDITO! ¡ACABEMOS CON ÉL!
-¡EL INTRUSO! -gritó otra voz. Seguían lloviendo estacas sobre él-. ¡EL INTRUSO! ¡EL ANTICRISTO!
Se abrió paso a disparos por entre la multitud, corriendo mientras los cuerpos caían y él elegía sus blancos con terrible precisión. Dos hombres y una mujer se vinieron abajo, y huyó por la abertura que habían dejado.
Condujo a sus perseguidores a un febril desfile a lo largo de la calle, en dirección al destartalado colmado barbería que se hallaba ante la taberna. Subió a la acera, se volvió de nuevo y disparó el resto de los cartuchos
contra la muchedumbre enardecida. Tras ellos, Sheb, Allie y los demás yacían en el polvo con los brazos en cruz.
La turba no vacilaba ni se arredraba en ningún momento, a pesar de que todos sus disparos habían alcanzado puntos vitales y de que, probablemente, no habían visto jamás un revólver salvo en los grabados de antiguas revistas.
Se retiró moviendo su cuerpo como un bailarín para evitar los improvisados proyectiles. Volvió a cargar las armas mientras corría, con una rapidez para la que también estaban entrenados sus dedos. Las manos se afanaban velozmente entre las cananas y los tambores. La multitud llegó a la acera y él se refugió en el colmado, cerrando la puerta a sus espaldas. El gran escaparate de la derecha saltó hecho añicos y tres hombres entraron por el hueco, con expresiones vacuamente fanáticas, y los ojos llenos de un fuego justiciero. Los mató a los tres, y a otros dos que entraron tras ellos. Cayeron en el mismo escaparate, empalándose en las astillas de vidrio y cegando la apertura.
La puerta crujía y se estremecía bajo los embates de los asaltantes, y a sus oídos llegó la voz de ella: -¡ASESINO! ¡POR VUESTRAS ALMAS! ¡LA PATA HENDIDA!
La puerta, desgoznada, cayó de plano hacia el interior con un ruido seco, como una palmada. Del suelo se alzó una nube de polvo. Hombres, mujeres y niños cargaron contra él. El aire se llenó de saliva y astillas de madera. Disparó hasta vaciar los tambores y los atacantes cayeron como bolos. Se retiró, derribó un barril de harina, lo hizo rodar hacia ellos y pasó a la barbería, arrojándoles un cazo de agua hirviendo que contenía dos melladas navajas de hoja recta. Siguieron persiguiéndole con frenética incoherencia. Sylvia Pittston seguía arengándolos desde algún lugar, y su voz ascendía y descendía en atronadoras inflexiones. Embutió nuevos cartuchos en las ardientes recámaras, olfateando los olores del afeitado y la tonsura, olfateando su propia carne al chamuscarse las callosidades de las yemas de los dedos.
Salió por la puerta posterior y se encontró en un porche. El llano chaparral quedaba ahora a su espalda, y negaba por completo el pueblo que se agazapaba sobre sus inmensos flancos. Tres hombres surgieron por detrás de la esquina, con amplias sonrisas traicioneras en sus rostros. Le vieron, vieron que él los veía, y las sonrisas se coagularon un segundo antes de que las balas los segaran. Una mujer los había seguido, chillando. Era corpulenta y obesa, y los habituales de la taberna de Sheb la conocían como la tía Mill. El balazo del pistolero la hizo salir despedida hacia atrás y aterrizó con las piernas separadas en una actitud putesca, arremangada la falda sobre los muslos.
Él bajó los escalones y anduvo hacia el desierto diez pasos, veinte pasos, de espaldas. La puerta trasera de la barbería se abrió violentamente y el hueco se llenó de una hirviente turba. El pistolero divisó fugazmente a Sylvia Pittston. Abrió fuego. Cayeron agazapados, hacia atrás, se desplomaron sobre la barandilla y cayeron al polvo. No proyectaban sombra alguna bajo la violácea luz inmortal de aquella mañana. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que estaba gritando. Había estado gritando desde el principio. Sentía sus ojos como agrietados cojinetes de acero. Tenía los testículos encogidos contra el vientre. Sus piernas eran de madera. Sus oídos, de hierro.
Los revólveres estaban descargados y ardían en las manos del pistolero, transfigurado en un Ojo y una Mano; y él se detuvo a gritar y recargar, ausente, con la mente en algún lugar remoto, dejando que sus manos se encargaran de la tarea. ¿Podía alzar una mano y explicarles que se había pasado veinticinco años perfeccionando este truco y otros más, hablarles de las pistolas y de la sangre con que habían sido bendecidas? No con palabras. Pero sus manos eran capaces de explicar su propio relato.
Cuando terminó de cargar se hallaba ya al alcance de sus proyectiles y un bastón que le dio en la frente hizo saltar la sangre en avaras gotas. En un par de segundos estaría al alcance de sus puños. En primera línea vio a Kennerly, a una de sus hijas, de unos once
años de edad, a Soobie, a dos hombres que solían frecuentar el bar y a una habitual de la taberna llamada Amy Feldon. Les tocó a todos recibir y a los que venían detrás también. Los cuerpos cayeron derribados como si fueran espantapájaros. En todas direcciones volaban chorros de sangre y fragmentos de cerebro.
Se detuvieron por un instante, acoquinados, y el rostro de la turba se descompuso en múltiples rostros individuales, temblorosos y desconcertados. Un hombre echó a correr describiendo un gran círculo aullador. Una mujer con ampollas en las manos alzó la cabeza y cloqueó febrilmente hacia el cielo. Otro hombre, al que había visto antes gravemente sentado en los peldaños de la tienda, se ensució bruscamente en los pantalones.
Tuvo tiempo de recargar una pistola.
Y entonces vio a Sylvia Pittston correr hacia él, agitando en cada mano sendos crucifijos de madera. -¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡ASESINO DE NIÑOS! ¡MONSTRUO! ¡DESTRUIDLO, HERMANOS Y HERMANAS! ¡DESTRUID AL INTRUSO ASESINO DE NIÑOS!
Envió una bala a cada una de las cruces, que se convirtieron en astillas, y cuatro más a la cabeza de la mujer. Ésta pareció plegarse sobre sí misma como un acordeón, y vacilar como un vaho de calor.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella por un instante, mientras los dedos del pistolero ejecutaban el truco de la recarga. Las yemas de sus dedos crepitaron al quemarse y quedaron señaladas con unos círculos perfectos.
Sus enemigos eran cada vez menos; había pasado por ellos como la guadaña de un segador. Supuso que tras la muerte de la mujer se desbandarían, pero alguien le arrojó un cuchillo. El mango le golpeó exactamente entre los ojos y le hizo caer por tierra. Todos corrieron hacia él como un coágulo maligno y decidido. Volvió a vaciar las recámaras, tendido sobre las vainas de los cartuchos gastados. Le dolía la cabeza y veía grandes círculos marrones ante sus ojos. Falló un tiro, derribó a once.
Pero los que quedaban en pie estaban ya sobre él. Disparó las cuatro balas que había logrado cargar antes de que se le echaran encima para pegarle y asestarle puñaladas. Consiguió desasirse de un par de ellos, que sujetaban su brazo izquierdo, y rodó por el suelo para alejarse. Sus manos comenzaron a efectuar el truco infalible. Alguien le clavó un cuchillo en el hombro. Alguien le clavó un cuchillo en la espalda. Le pegaron en las costillas. Le hundieron un puñal en las nalgas. Un chiquillo se escurrió hasta su lado y le produjo el único corte profundo, en la parte carnosa de la pantorrilla. El pistolero le voló la cabeza.
Comenzaron a dispersarse, y él siguió disparando sobre ellos. Los pocos que quedaban huyeron hacia los desvencijados edificios de color arena, mientras las manos seguían con su truco, como perros anhelantes que desean ir a recoger el bastón no una ni dos veces, sino toda la noche, y las manos los exterminaban en plena carrera. El último llegó hasta los escalones del porche trasero de la barbería, y entonces la bala del pistolero se hundió en su nuca.
De nuevo reinó el silencio llenando espacios quebrados.
El pistolero sangraba por quizá veinte heridas distintas, superficiales todas, salvo el corte en la pantorrilla. Lo vendó con una tira arrancada de la camisa y luego se irguió y examinó a las víctimas.
Estaban esparcidas formando un retorcido y zigzagueante sendero desde la puerta trasera de la barbería hasta el lugar donde se hallaba. Yacían en toda clase de posturas. Ninguno daba la impresión de estar durmiendo.
Regresó al punto de partida, contando según andaba. En el colmado yacía un hombre abrazado amorosamente en torno al agrietado bote de caramelos que había arrastrado en su caída.
Terminó donde había empezado, en mitad de la desierta calle principal. Había matado a treinta y nueve hombres, catorce mujeres y cinco niños. Había matado a todos los habitantes de Tull.
Las primeras ráfagas de viento trajeron consigo un olor dulzón y enfermizo. Lo siguió, alzó la mirada y asintió para sí. En la taberna de Sheb yacía el deteriorado cuerpo de Nort, con los miembros extendidos, crucificado con estaquillas de madera. Sobre la piel de su frente mugrienta se destacaba la huella, grande y amoratada, de una pata hendida.
Abandonó la población. La mula le esperaba entre unos matojos, a unos cuarenta metros de distancia en lo que antes había sido la ruta de las diligencias. El pistolero la condujo de vuelta al establo de Kennerly. Fuera, el viento interpretaba una melodía dentada. Acomodó la mula y volvió a la taberna. En el cobertizo de atrás encontró una escala de mano, la apoyó en la fachada y desclavó el cuerpo de Nort. Pesaba menos que una bolsa de astillas. Lo dejó caer en el suelo, entre la gente común. Luego pasó al interior, comió hamburguesas y bebió tres cervezas mientras se debilitaba la luz y comenzaba a volar la arena. Aquella noche durmió en la cama donde había yacido con Allie. No tuvo sueños. A la mañana siguiente el viento había amainado y el sol brillaba de nuevo con su acostumbrado resplandor. El viento había arrastrado los cuerpos hacia el sur, como resecas plantas rodadoras. A media mañana, después de vendarse todas las heridas, también él se puso en movimiento.
18
El pistolero pensó que Brown se había quedado dormido. El fuego era apenas una chispa y el pájaro, Zoltan, había ocultado la cabeza bajo el ala.
Estaba a punto de levantarse y de extender un jergón en una esquina cuando Brown rompió el silencio:
-Ya está. Ya lo ha contado. ¿Se siente mejor?
El pistolero se sobresaltó.
-¿Por qué habría de sentirme mal?
-Me ha dicho que era usted humano, no un demonio. ¿O acaso me mentía?
-No mentía. -A regañadientes, tuvo que admitir el hecho: Brown le gustaba. Sinceramente, era así. Y no había mentido al morador sobre ningún aspecto-. ¿Quién es usted, Brown? Realmente, , quiero decir.
-Sólo yo -respondió, imperturbable-. ¿Por qué se cree usted tan misterioso?
El pistolero encendió un cigarrillo sin contestar.
-Me parece que está usted muy cerca de su hombre de negro -observó Brown-. ¿Está él desesperado?
-No lo sé.
-¿Y usted?
-Todavía no -dijo el pistolero. Luego, mirando a Brown con una pizca de desafío, añadió-: Hago lo que tengo que hacer.
-Entonces ya va bien -asintió Brown. Se dio la vuelta y se dispuso a dormir.
19
Por la mañana Brown le dio de comer y salió a despedirlo. A la luz del día era una figura sorprendente, con el pecho huesudo y atezado, las clavículas como lápices y una ensortijada mata de pelo rojo. El ave estaba posada en su hombro.
-¿Y la mula? -preguntó el pistolero. -Me la comeré -dijo Brown. -Muy bien.
Brown le tendió la mano y el pistolero se la estrechó. El morador señaló hacia el sur con la cabeza. -Vaya con calma.
-Ya lo sabe.
Se saludaron con sendas inclinaciones de cabeza y el pistolero echó a andar, festoneado con odres de agua y pistolas. Una sola vez volvió la vista atrás. Brown escarbaba furiosamente en su pequeño maizal. El cuervo permanecía sobre el bajo techo de la vivienda, como una gárgola.
20
El fuego estaba casi consumido y las estrellas comenzaban a palidecer. El viento se paseaba inquietamente. El pistolero, dormido, se revolvió y se aquietó de nuevo. Tuvo un sueño sediento. En la oscuridad era invisible la forma de las montañas. Se habían desvanecido los remordimientos. El calor del desierto los había resecado. En cambio, descubrió que sus pensamientos giraban cada vez más en torno a Cort, que le había enseñado a disparar. Cort sabía distinguir lo blanco de lo negro.
Nuevamente se agitó y abrió los ojos. Parpadeó varias veces, contemplando el fuego r muerto cuya forma se superponía a la más geométrica del fuego anterior. Era un romántico, lo sabía, pero lo guardaba celosamente para sí.
Esto, desde luego, le hizo pensar otra vez en Cort. No sabía dónde se hallaba Cort. El mundo había cambiado.El pistolero se echó la bolsa al hombro y empezó a moverse.
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