martes, 9 de octubre de 2007

1 - El Pistolero




1

El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él.
El desierto era inmenso, la apoteosis de todos los desiertos, y se extendía bajo el firmamento en todas di­recciones en una distancia de tal vez varios parsecs. Blanco, cegador, reseco, desprovisto de cualquier rasgo distintivo salvo por la tenue silueta brumosa de las montañas recortadas en el horizonte y por la hierba del diablo, que producía dulces sueños, pesadillas y muerte. Alguna que otra lápida señalaba el camino, pues el borroso sendero que serpenteaba sobre la gruesa corteza alcalina otrora había sido una pista re­corrida por diligencias. Desde entonces, el mundo ha­bía avanzado. El mundo se había vaciado.
El pistolero caminaba impasible, sin apresurarse ni entretenerse. De su cintura pendía un odre de cuero casi lleno de agua, como una salchicha inflada. En el transcurso de muchos años había ido avanzando en el khef hasta alcanzar el quinto nivel. De haber llegado al séptimo o al octavo no tendría sed; habría podido ob­servar la deshidratación de su cuerpo con un desape­gado interés clínico, enviando el agua a sus resquicios y oscuros huecos internos sólo cuando su lógica se lo in­dicara.
No estaba en el séptimo ni en el octavo nivel. Esta­ba en el quinto. Por lo tanto, tenía sed aunque no sintiera ningún anhelo especial de beber. De una manera vaga, todo aquello lo complacía. Era romántico.
Por debajo del odre de agua se hallaban las pistolas, cuyo peso se adaptaba a su mano con toda precisión. Las dos correas se cruzaban sobre su bajo vientre. Las fundas estaban tan bien engrasadas que ni siquiera aquel sol de justicia podría agrietarlas. Las culatas de los revólveres eran de sándalo, amarillas y de finísima textura. Las fundas iban sujetas a los muslos mediante cordones de cuero sin curtir, y oscilaban pesadamente contra las caderas. Las vainas de latón de los cartuchos embutidos en las cananas centelleaban y emitían deste­llos como un heliógrafo bajo el sol. El cuero crujía le­vemente. Las pistolas, en cambio, no producían el me­nor ruido. Habían vertido sangre. En la esterilidad del desierto sobraban los ruidos.
Su ropa era incolora como la lluvia o el polvo. Lle­vaba una camisa de cuello abierto, con una tirilla de cuero enlazada con holgura en los ojales perforados a mano. Los pantalones eran de tela basta y las costuras estaban desgastadas.
Superó la suave pendiente de una duna (aunque allí no había arena; el suelo del desierto era compacto, e in­cluso los duros vendavales que soplaban al caer la no­che levantaban apenas una irritante polvareda, tan ás­pera como el polvo de fregar) y vio los pisoteados restos de una minúscula fogata en la vertiente umbría, allí donde el sol desaparecía primero. Aquellos peque­ños signos, que reafirmaban la esencia humana del hombre de negro, siempre le habían complacido. Sus labios se extendieron sobre los marcados y descarnados restos de la cara. Se puso en cuclillas.
Había prendido la hierba del diablo, naturalmente. Era la única cosa que podía arder por aquellos parajes. Emitía una luz grasienta y mortecina, y se consumía lentamente. Los moradores de los confines le habían advertido que los diablos vivían incluso en las llamas; aquéllos, aunque utilizaban la hierba como combusti­ble, evitaban mirar su luz. Decían que los diablos hip­notizaban y hacían señas, y finalmente atraían al que fi­jara su vista en la hoguera. Y el siguiente hombre que
fuera lo bastante incauto como para mirar el fuego tal vez viera entre las llamas el rostro del anterior.
La hierba quemada estaba dispuesta en el ya fami­liar diseño ideográfico, y se deshizo en una gris caren­cia de significado bajo la mano del pistolero. Entre las cenizas no había nada más que un fragmento de tocino chamuscado, y lo ingirió con aire pensativo. Siempre era lo mismo. El pistolero llevaba ya dos meses persi­guiendo al hombre de negro a través del desierto, a tra­vés de aquella interminable desolación de purgatorio, monótona hasta la locura, y aún no había hallado más que los higiénicos y estériles ideogramas de las fogatas del hombre de negro. No había encontrado siquiera una lata, una botella o un odre de agua (el pistolero ya había dejado cuatro tras de sí, que parecían mudas de serpiente).
Puede que las fogatas sean un mensaje cuidadosa­mente deletreado, pensó. Date el piro. O bien El fin se aproxima. O quizás incluso Coma en Joe's. No le importaba. No comprendía los ideogramas, si de eso se trataba, y aquellas cenizas estaban tan frías como todas las demás. Sabía que estaba más cerca, pero ignoraba por qué lo sabía. Tampoco eso le importaba. Se puso en pie y se frotó las manos.
Ninguna otra pista, el viento, cortante como una cuchilla, habría borrado sin duda las escasas huellas que hubieran podido quedar en la dura corteza. El pis­tolero no logró siquiera encontrar los excrementos de su presa. Nada. Solamente aquellas cenizas frías a lo largo de la antigua pista y el implacable telémetro que llevaba en la cabeza.
Tomó asiento y se permitió un breve sorbo del odre. Escrutó el desierto y alzó la vista hacia el sol, que se deslizaba ya por el cuadrante más remoto del cielo. Se incorporó, sacó los guantes, que llevaba sujetos bajo el cinturón, y comenzó a arrancar manojos de hierba del diablo para su propia hoguera y a depositarlos so­bre las cenizas que había dejado el hombre de negro. Esta ironía, como el romanticismo que hallaba en la sed, le resultó amargamente atractiva.
No utilizó el eslabón y el pedernal hasta que lo único que quedaba del día fue el fugitivo calor del suelo bajo sus pies y una sardónica línea naranja sobre el monocromo horizonte occidental. Observó hacia el sur con paciencia, en dirección a las montañas, no por­que albergara la esperanza de divisar la línea de humo, fina y vertical, de una nueva fogata, sino sencillamente porque observar formaba parte de la persecución. No vio nada. Estaba cerca, pero sólo relativamente; no tanto como para distinguir el humo en el crepúsculo.
Hizo saltar chispas sobre la hierba seca y desmenu­zada, y se tendió contra el viento, dejando que el enso­ñador humo soplara hacia el erial. El viento, salvo por algún torbellino de polvo, permanecía constante.
En lo alto, las estrellas, también constantes, no par­padeaban. Soles y mundos a millones. Vertiginosas constelaciones, fuego helado en todos los tonos prima­rios. Mientras miraba, el cielo cambió de violeta a ébano. Un meteorito trazó un arco fugaz y espectacu­lar, y se desvaneció. El fuego dibujaba extrañas som­bras a medida que la hierba del diablo iba ardiendo lentamente y se asentaba en nuevos diseños; no ideogramas, sino entramados aleatorios vagamente ame­nazadores por su propio aplomo pragmático. El pisto­lero había dispuesto el combustible no de forma inten­cionada, sino funcional. Le hablaba de blancos y ne­gros. Le hablaba de un hombre que podía componer malas imágenes en extraños cuartos de hotel. La fogata ardía con llamas lentas y constantes, y en su núcleo in­candescente danzaban espectros. El pistolero no lo veía. Estaba dormido. Los dos diseños, arte y habili­dad, se fundieron. Gimió el viento. De vez en cuando, una perversa corriente descendente hacía que el humo se arremolinara y flotara hacia él, y esporádicas vahara­das llegaban a tocarlo. Éstas le producían sueños, del mismo modo en que un pequeño cuerpo extraño es ca­paz de producir una perla en una ostra. De vez en cuando el pistolero gemía con el viento. Las estrellas permanecían tan indiferentes a esto como lo eran a guerras, crucifixiones y resurrecciones. También eso lo habría complacido.


2


Había bajado por la ladera, de la última estribación llevando del ronzal a su acémila, cuyos ojos estaban ya muertos y abombados a` causa del calor. Hacía ya tres
semanas que había cruzado la última población y desde entonces sólo había visto la desierta ruta de las diligen­cias y algún que otro grupo de casuchas del, tepe arracimadas, donde habitaban los moradores de los confines. Los grupos de viviendas iban degenerando en chozas aisladas, ocupadas la mayoría por locos o leprosos. El pistolero descubrió que prefería la compañía de los lo­cos. Uno de ellos le había entregado una brújula Silva de acero inoxidable, rogándole que se la diera a Jesús. El pistolero la aceptó solemnemente. Si alguna vez lo veía, le cedería la brújula. No creía que algo así fuera a ocurrir.
Cinco días habían transcurrido desde la última choza, y ya empezaba a sospechar que no encontraría ninguna otra cuando llegó a la cima de la última loma
erosionada y divisó la forma familiar de un bajo techo de tepe.
El morador, un hombre de sorprendente juventud con una desgreñada mata de pelo de color fresa que le llegaba casi a la cintura, estaba desherbando una dimi­nuta parcela de maíz con celoso abandono. La mula re­solló asmáticamente y el morador alzó la vista, cen­trando al instante los brillantes ojos azules en la figura del pistolero. Levantó ambas manos en un brusco sa­ludo y se inclinó de nuevo sobre el maíz para formar un caballón en la hilera más cercana a su choza, encor­vado, arrojando por encima del hombro la hierba del diablo y alguna que otra planta de maíz atrofiada. Su cabellera ondulaba y flotaba al viento, que en aquellos momentos provenía directamente del desierto, sin que nada lo contuviera.
El pistolero descendió poco a poco por la ladera guiando a la acémila, sobre la que se bamboleaban los odres de agua con un ruido de chapoteo. Se detuvo al borde de la pedregosa parcela, tomó un sorbo de uno de los odres, para aumentar la salivación, y escupió al árido suelo.
-Vida para su cosecha.
-Vida para la suya -respondió el morador, incor­porándose.
Se oyó cómo le crujía la espalda. Estudió al pisto­lero sin ningún temor. La poca cara visible entre la barba y los cabellos no parecía estar marcada por la pu­trefacción y sus ojos, aunque un tanto salvajes, pare­cían cuerdos.
-Sólo tengo maíz y judías -anunció-. El maíz es gratis, pero tendrá que darme algo por las judías. Un hombre viene a traérmelas de vez en cuando. Nunca se queda mucho tiempo. -El morador profirió una breve risa-. Tiene miedo a los espíritus.
-Supongo que lo toma por uno de ellos.
-Supongo.
Se miraron en silencio durante unos instantes. El morador extendió la mano.
-Me llamo Brown.
El pistolero se la estrechó. Mientras lo hacía, un cuervo descarnado graznó desde el aplastado techo de tepe. El morador lo señaló con un gesto fugaz.
-Ése es Zoltan.
Al escuchar su nombre el cuervo volvió a graznar y alzó el vuelo hacia Brown. Se posó en la cabeza del mo­rador y se aseguró, hundiendo firmemente las garras en la enredada mata de pelo.
-Que te jodan -graznó jovialmente Zoltan-. Que te jodan a ti y al caballo en que viniste.
El pistolero asintió amistosamente.
-Judías, judías, la fruta musical -recitó el cuervo, inspirado-. Cuantas más comes, más resuenas.
-¿Le enseña usted eso?
-Me parece que es lo único que le interesa apren­der -explicó Brown-. Una vez traté de enseñarle el padrenuestro. -Sus ojos se desviaron por un instante
más allá de la choza, hacia el yermo áspero y sin re­lieve-. Supongo que éste no es un país para padrenues­tros. Usted es un pistolero, ¿verdad?
-Sí. -Se acuclilló y sacó papel y tabaco.
Zoltan se lanzó desde la cabeza de Brown y se posó, aleteando, en el hombro del pistolero.
-Va detrás del otro, supongo.
-Sí. -Sus labios formularon la inevitable pre­gunta-: ¿Cuánto hace que ha pasado por aquí?
Brown se encogió de hombros.
-No lo sé. Aquí el tiempo es extraño. Más de dos semanas. Menos de dos meses. El hombre de las judías ha venido dos veces desde que lo vi. Diría que unas seis semanas. Es muy probable que me equivoque.
-Cuantas más comes, más resuenas -dijo Zoltan.
-¿Se detuvo aquí?
Brown asintió.
-Se quedó a cenar, igual que hará usted, supongo. Pasamos el rato.
El pistolero se puso en pie y el ave revoloteó de vuelta al techo dando graznidos. Sentía un anhelo pe­culiar y tembloroso.
-¿De qué habló?
Brown enarcó una ceja.
-No dijo gran cosa. Que si llovía alguna vez, que cuándo llegué aquí, que si había enterrado a mi esposa. Yo llevé el peso de la conversación, y no es lo co­rriente. -Hubo una pausa, y el único sonido fue el de la ventolera-. Es un hechicero, ¿verdad?
-Sí.
Brown asintió lentamente.
-Lo sabía. Y usted, ¿también lo es?
-Yo sólo soy un hombre.
-Nunca lo atrapará.
-Lo atraparé.
Se miraron el uno al otro y se estableció una súbita corriente de simpatía entre los dos hombres, el mora­dor en su parcela reseca y polvorienta, el pistolero en
la dura ladera que descendía gradualmente hacia el de­sierto. Este último alargó la mano para coger el peder­nal.
-Tenga. -Brown sacó una cerilla con cabeza de azufre y la encendió frotándola con una uña sucia de tierra. El pistolero acercó la punta del pitillo a la lla­mita y aspiró.
-Gracias.
-Querrá usted rellenar los pellejos -apuntó el mo­rador, dándose la vuelta-. La fuente está bajo el alero de atrás. Empezaré a hacer la cena.
El pistolero avanzó cautelosamente entre las hileras de maíz y rodeó la parte de atrás de la vivienda. La fuente manaba al fondo de un pozo excavado a mano y revestido de piedras para impedir que se desmoronaran las paredes de tierra. Mientras descendía por la destar­talada escalera, el pistolero calculó que aquellas piedras fácilmente podían representar dos años de trabajo: aca­rrearlas, arrastrarlas, colocarlas. El agua era clara pero fluía lentamente, y tardó un buen rato en llenar todos los odres.
Mientras subía el segundo odre, Zoltan se detuvo en el borde del pozo.
-Que te jodan a ti y al caballo en que viniste -co­mentó.
Sobresaltado, el pistolero alzó la vista. El pozo tenía unos cinco metros de profundidad: a Brown le resultaría muy fácil arrojarle una piedra, romperle la cabeza y robarle todo lo que poseía. Sólo un chiflado o un podrido no lo harían; Brown no era ninguna de las dos cosas. Sin embargo, Brown le gustaba, de modo que desechó la idea y siguió rellenando sus cueros. Lo que hubiera de ser sería.
Cuando cruzó el umbral de la choza y descendió los escalones (la cabaña en sí quedaba bajo el nivel del suelo, a fin de retener y aprovechar el frescor de las no­ches), Brown estaba removiendo unas mazorcas de maíz sobre las ascuas del pequeño fuego con ayuda de una espátula de madera dura. Había dispuesto dos pla­tos descascarillados en los extremos opuestos de una manta parduzca. El agua para las judías comenzaba a hervir en un caldero suspendido sobre el fuego.
-Le pagaré también el agua. Brown no levantó la cabeza.
-El agua es un regalo de Dios. Las judías las trae Pappa Doc.
El pistolero emitió un gruñido que era una risa, se sentó con la espalda apoyada en una pared áspera, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Al cabo de un rato le llegó hasta la nariz el olor a maíz tostado. Hubo un golpeteo como de guijarros cuando Brown vació un cucurucho de judías secas en el cal­dero. Un tak-tak-tak esporádico cuando Zoltan se pa­seaba inquieto por el techo. Estaba cansado; desde el horror que había ocurrido en Tull, la última aldea, ve­nía haciendo jornadas de dieciséis y hasta dieciocho horas. Y los últimos doce días había ido andando; la mula estaba al límite de sus fuerzas.
Tak-tak-tak.
Dos semanas, le había dicho Brown, o quizá tantas como seis. No importaba. En Tull había calendarios, y la gente se acordaba del hombre de negro por el viejo que había curado al pasar. Tan sólo un viejo mori­bundo por culpa de la hierba. Un viejo de treinta y cinco años. Y, si Brown estaba en lo cierto, el hombre de negro había perdido terreno desde entonces. Pero a partir de ahí empezaba el desierto. Y el desierto sería un infierno.
Tak-tak-tak.
-Préstame tus alas, pájaro. Las desplegaré y pla­nearé sobre las corrientes térmicas.
Se dispuso a dormir.


3


Brown lo despertó cinco horas más tarde. Había os­curecido. La única luz era el apagado resplandor cereza de las brasas amontonadas.
-Se ha muerto la mula -dijo Brown-. La cena está lista.
-¿Cómo?
Brown se encogió de hombros.
-Tostada en las brasas y hervida, ¿cómo si no? ¿Tiene manías?
-No, la mula.
-Se ha tendido de lado y ya está. Parecía una mula vieja. -Y, con una nota de disculpa, añadió-: Zoltan se ha comido los ojos.
-Oh. -Como si no le sorprendiera-. Está bien. Cuando se acomodaron ante la manta que hacía las veces de mesa, Brown volvió a sorprenderle al pronun­ciar una breve bendición: lluvia, salud, expansión para el espíritu.
-¿Cree en una vida futura? -preguntó el pistolero mientras Brown dejaba en su plato tres mazorcas de maíz calientes.
Brown asintió: -Creo que es ésta.


4


Las judías eran como balas y el maíz estaba duro. En el exterior, el viento silbaba y gemía incesante­mente en torno a los aleros del techo, casi al nivel del suelo. El pistolero comió ávidamente, deprisa, y bebió cuatro tazas de agua con la comida. Antes de terminar sonó un tableteo de ametralladora en la puerta. Brown se levantó y dejó entrar a Zoltan. El ave cruzó volando la habitación y se acurrucó pesarosamente en la es­quina y masculló:
-Fruta musical.
Después de cenar, el pistolero ofreció su tabaco. Ahora. Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown no le preguntó nada. Se limitaba a fu­mar y a contemplar las moribundas ascuas del hogar. Dentro de la choza, la temperatura había descendido de manera perceptible.
-No nos dejes caer en la tentación -dijo de pronto Zoltan, apocalípticamente.
El pistolero se sobresaltó como si le hubieran dispa­rado. De repente se sintió seguro de que todo aquello era una ilusión desde el principio (no un sueño: un en­cantamiento), de que el hombre de negro había urdido un ensalmo y estaba intentando decirle algo de una manera enloquecedoramente simbólica y oscura.
-¿Ha pasado por Tull? -inquirió de pronto. Brown asintió.
-Cuando vine hacia aquí, y otra vez antes para vender maíz. Ese año había llovido. Duró quizás unos quince minutos. Pareció como si la tierra se abriera para sorber el agua. Al cabo de una hora estaba tan blanca y reseca como siempre. Pero el maíz... Dios, el maíz. Se lo veía crecer. Pero eso no era lo malo; tam­bién se lo oía, como si la lluvia le hubiera dado una boca. No era un sonido agradable. Daba la impresión
de suspirar y quejarse al salir hacia la superficie. -Hizo una pausa-. Tenía de sobras, así que me lo llevé y lo vendí. Pappa Doc se ofreció a venderlo por mí, pero me habría estafado. Fui yo.
-¿No le gusta el pueblo?
-No.
-Estuvieron a punto de matarme -añadió brusca­mente el pistolero.
-¿Ah, sí?
-Maté a un hombre que había sido tocado por Dios -explicó-. Pero no había sido Dios sino el hom­bre de negro.
-Le tendió una trampa.
-Sí.
Se contemplaron a través de las sombras, y el ins­tante adquirió matices de irrevocabilidad.
Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown, al parecer, no tenía nada que decir. Su cigarrillo era una colilla humeante pero, cuando el pis­tolero dio unos golpecitos sobre su petaca, Brown mo­vió la cabeza.
Zoltan se agitó con inquietud, pareció estar a punto de hablar, se quedó inmóvil.
-¿Puedo contárselo? -preguntó el pistolero.
-Claro.
El pistolero buscó palabras para empezar y no halló ninguna.
-Tengo que orinar -anunció. Brown asintió.
-Eso es el agua. ¿Lo hará en el maíz, por favor?
-Claro.
Subió los escalones y salió a la oscuridad. Las estre­llas refulgían sobre su cabeza en una loca exhibición. El viento soplaba sin tregua. La orina del pistolero se ar­queó sobre el polvoriento maizal en un tembloroso chorro. El hombre de negro lo había enviado allí. Qui­zás incluso Brown fuera el mismo hombre de negro. Quizá fuera...
Desechó estos pensamientos. La única contingencia que no había aprendido a afrontar era la posibilidad de su propia locura. Regresó al interior.
-¿Ha decidido ya si soy un encantamiento o no? -inquirió Brown, divertido.
El pistolero se detuvo en un minúsculo rellano, so­bresaltado. Luego bajó pausadamente y se sentó. -Había empezado a hablarle de Tull.
-¿Ha crecido?
-Ha muerto -replicó el pistolero, y sus palabras flotaron en el aire.
Brown asintió.
-El desierto. Creo que es capaz de estrangularlo todo, a la larga. ¿Sabía que en otro tiempo existió una ruta de diligencias que cruzaba el desierto?
El pistolero cerró los párpados. Su mente giraba en locos torbellinos.
-Me ha drogado -dijo con voz apagada. -No. No le he hecho nada.
El pistolero abrió cautelosamente los ojos.
-No se sentirá a gusto hasta que yo se lo pregunte -observó Brown-, y lo haré: ¿Quiere hablarme de Tull?
El pistolero abrió la boca, vacilante, y le sorprendió descubrir que esta vez las palabras sí aparecían. Co­menzó a hablar en ráfagas entrecortadas que poco a poco se convirtieron en un fluido relato ligeramente desprovisto de inflexiones. La sensación de estar dro­gado se desvaneció, y se sintió extrañamente excitado. Habló hasta bien entrada la noche. Brown no lo inte­rrumpió para nada. Y tampoco el pájaro.


5


Compró la mula en Pricetown, y cuando llegó a Tull aún estaba fresca. El sol se había puesto una hora antes, pero el pistolero siguió viajando, orientándose primero por el resplandor del pueblo en el firma­mento, luego por las notas asombrosamente nítidas de un piano de taberna en el que alguien tocaba Hey Jude. La carretera iba ensanchándose a medida que conver­gían en ella otros caminos.
Los bosques habían desaparecido mucho antes, sus­tituidos por la monótona planicie: interminables cam­pos desolados invadidos de feo y matorrales, cabañas,
espectrales fincas desiertas vigiladas por tristes y lóbre­gas mansiones en las que innegablemente vagaban los demonios; míseras chabolas desiertas, cuyos habitantes se habían marchado o bien voluntariamente o bien a la fuerza, y la casucha de algún morador ocasional, dela­tada únicamente por un punto de luz parpadeante en las tinieblas o por los hoscos clanes aislados que labo­reaban los campos durante el día. El principal cultivo era el maíz pero también había alubias y unos pocos guisantes. De vez en cuando una vaca huesuda lo mi­raba estúpidamente entre descortezados postes de aliso. Cuatro veces se cruzó con diligencias, dos de ida y dos de vuelta, casi vacías cuando venían por detrás y los adelantaban a él y a la mula, y más llenas cuando re­gresaban hacia los bosques del norte.
Era un país horrible. Desde su salida de Pricetown habían caído un par de chubascos, como a regañadien­tes en ambas ocasiones. Incluso el fleo parecía amari­llento y desalentado. Horrible. No había hallado nin­guna huella del hombre de negro. Quizás hubiera tomado una diligencia.
La carretera describía una curva y, tras doblarla, el pistolero chascó la lengua para que se detuviera la mula
y contempló Tull desde lo alto. El pueblo yacía en el fondo de una depresión circular en forma de plato, una gema falsa en un engaste barato. Había unas cuantas lu­ces, casi todas apiñadas junto al lugar de la música. Pa­recía haber cuatro calles, tres de las cuales cortaban perpendicularmente la ruta de las diligencias, que era también la principal avenida del pueblo. Quizás hu­biera un restaurante. Lo dudaba, pero era posible. Chascó la lengua a la mula.
Ahora eran más numerosas las casas que bordeaban la carretera esporádicamente, la mayoría aún deshabi­tadas. Pasó ante un exiguo cementerio con mohosas y torcidas lápidas de madera, rodeadas y casi cubiertas por la exuberante hierba del diablo. A unos ciento cin­cuenta metros encontró un deteriorado letrero que re­zaba: TULL.
La pintura estaba gastada hasta el punto de resultar casi ilegible. Un poco más lejos había otro letrero, pero el pistolero fue incapaz de leer en él nada en absoluto.
Una algarabía de voces medio beodas acompañaba los últimos compases de Hey Jude -«Naa-naa-naa naa­na-na-na... hey, Jude...»- cuando por fin entró en la po­blación. Era un sonido muerto, como el del viento en el hueco de un árbol podrido. Sólo el prosaico fragor del piano de taberna le impidió considerar seriamente la posibilidad de que el hombre de negro hubiera con­jurado fantasmas para poblar una aldea abandonada. Esta idea le hizo esbozar una sonrisa.
En las calles se cruzó con unas cuantas personas; no muchas, pero unas cuantas. Tres señoras ataviadas con pantalones negros e idéntica blusa marinera pasaron por la acera opuesta, sin mirarlo con abierta curiosi­dad. Los rostros parecían nadar sobre cuerpos, todo menos invisibles, como enormes y pálidas pelotas de béisbol con ojos. Un anciano solemne con un som­brero de paja firmemente encasquetado contempló al pistolero desde los peldaños de una tienda de comesti­bles clausurada. Un sastre larguirucho con un cliente de última hora hizo una pausa en su trabajo para verlo pasar; a fin de observar mejor, alzó la lámpara ante la ventana. El pistolero lo saludó con una inclinación de cabeza. Ni el sastre ni su cliente devolvieron el saludo. Ambos tenían la mirada fija en las bajas pistoleras que reposaban sobre sus caderas. Un adolescente, de unos trece años tal vez, cruzó la calle con su chica en la si­guiente intersección e hizo una pausa casi impercepti­ble. Sus pisadas levantaban remolonas nubecillas de polvo. Algunas de las farolas funcionaban, pero los cristales estaban sucios de petróleo congelado; la ma­yoría estaba destrozada. Había una caballeriza, cuya supervivencia dependía seguramente de la línea de dili­gencias. Tres muchachos agazapados en torno a un ani­llo de jugar a canicas dibujado en el polvo junto a las abiertas fauces del establo fumaban cigarrillos de holle­jos de maíz. Las sombras que proyectaban en el patio eran muy alargadas.
El pistolero pasó ante ellos sin detenerse, condu­ciendo su mula, y atisbó hacia el lóbrego interior del establo. Un candil brillaba con luz tenue y una sombra saltaba y se agitaba mientras un anciano enflaquecido con un pantalón de peto trasladaba un montón de heno de fleo al henil con grandes y esforzados golpes de horca.
-¡Hola! -gritó el pistolero.
La horca vaciló y el mozo de cuadra se volvió con expresión colérica.
-¡Hola, usted!
-Tengo aquí una mula.
-Mejor para usted.
El pistolero arrojó una pesada moneda de oro, acordonada de forma irregular hacia la penumbra. El metal resonó sobre los viejos tablones, sucios de paja
desmenuzada, y quedó brillando en el suelo. El mozo de cuadra se acercó, se agachó, la recogió y contempló al pistolero con los párpados entornados. Luego bajó la vista hacia sus cananas y asintió adustamente.
-¿Cuánto tiempo quiere dejarla?
-Una noche, tal vez dos. Quizá más.
-No tengo cambio para una moneda de oro.
-Ni yo se lo pido.
-Dinero de sangre -masculló el mozo.
-¿Cómo?
-Nada. -El mozo de cuadra asió el ronzal de la mula y la condujo al interior.
-¡Almohácela bien! -gritó el pistolero. El viejo no se dio la vuelta.
El pistolero se dirigió hacia los muchachos acucli­llados ante sus canicas. Los tres habían seguido la con­versación con desdeñoso interés.
-¿Qué tal va todo? -preguntó el pistolero amiga­blemente.
No hubo respuesta.
-¿Vivís en el pueblo? No hubo respuesta.
Uno de los muchachos se quitó de la boca un retor­cido hollejo de maíz, cogió una canica de vidrio verde y la lanzó hacia el círculo de tierra. Acertó a la de un
contrario, que salió proyectada al exterior. Recogió la bolita de vidrio verde y se dispuso a tirar de nuevo.
-¿Hay algún restaurante en este pueblo? -inquirió el pistolero.
Uno de los chicos, el más joven, levantó la cabeza. Tenía un enorme sabañón junto a la comisura de los la­bios, pero sus ojos todavía eran ingenuos. Contempló
al pistolero con una admiración disimulada que resul­taba a la vez conmovedora y alarmante.
-Puede que en el bar de Sheb le hagan una ham­burguesa.
-¿Donde el piano?
El muchacho asintió en silencio. Los ojos de sus compañeros de juego se habían vuelto fríos y hostiles. El pistolero se tocó el ala del sombrero.
-Muchas gracias. Me alegra comprobar que en este pueblo hay alguien lo suficientemente inteligente como para saber hablar.
Echó a andar, subió a la acera de tablas y se enca­minó hacia el bar de Sheb, oyendo a sus espaldas la clara y despectiva voz de otro de los muchachos, poco más que un chillido infantil:
-¡Mascahierba! ¿Cuánto hace que te tiras a tu her­mana, Charlie? ¡Eres un mascahierba!
Ante la puerta del bar había tres refulgentes lámpa­ras de queroseno, una a cada lado y otra suspendida sobre las mal encajadas puertas de vaivén. El coro de Hey Jude había terminado ya, y en el piano tintineaba al­guna otra balada antigua. Murmullo de voces como hi­los rotos. El pistolero se detuvo unos instantes bajo el dintel, contemplando el interior. Serrín en el suelo, es­cupideras junto a las mesas de patas torcidas. Una ba­rra de tablones sostenidos por caballetes de madera. Detrás, un mugriento espejo donde se reflejaba el pia­nista, sentado con aire indolente en el inevitable tabu­rete. La parte delantera del piano había sido desmon­tada de tal forma que se veían subir y bajar los martillos de madera a cada pulsación de las teclas. La camarera que atendía la barra era una mujer de cabello pajizo enfundada en un sucio vestido azul. Uno de los tirantes se aguantaba con un imperdible. Al fondo de la sala había seis ciudadanos que bebían y jugaban apáti­camente a «Miradme». Otra media docena formaba un grupito disperso alrededor del piano. Cuatro o cinco en la barra. Y un anciano de pelo gris derrumbado so­bre una mesa junto a las puertas. El pistolero entró.
Las cabezas se giraron para examinarlo, a él y a sus pistolas. Hubo un momento de casi completo silencio, salvo por el retintín de la música que el pianista seguía interpretando, ajeno a todo. Entonces, la mujer pasó un paño sobre la barra y las cosas volvieron a la norma­lidad.
-Miradme -dijo uno de los jugadores del rincón, al tiempo que emparejaba tres corazones con cuatro pi­cas y se quedaba sin naipes en la mano.
El de los corazones blasfemó y pagó su apuesta. Comenzaron a repartir la siguiente mano.
El pistolero se acercó a la barra.
-¿Tiene hamburguesas? -preguntó.
-Desde luego. -La mujer lo miró a los ojos, y qui­zás hubiera sido bonita cuando empezó, pero ahora su rostro estaba lleno de bultos, y una lívida cicatriz re­torcida le cruzaba la frente. Había aplicado sobre ella una abundante capa de polvos, pero más que disimu­larla lo que hacía era resaltarla-. Pero son caras.
-Lo suponía. Déme tres hamburguesas y una cer­veza.
De nuevo aquel sutil cambio de tono. Tres hambur­guesas. Las bocas se hacían agua y las lenguas se rela­mían de gula lentamente. Tres hamburguesas.
-Eso le costaría cinco pavos. Con la cerveza.
El pistolero puso una pieza de oro sobre la barra. Muchas miradas la siguieron.
Tras la barra, a la izquierda del espejo, había un bra­sero de carbón lleno de rescoldos que humeaban perezo­samente sin llama. La mujer desapareció hacia un cuar­tito que había detrás y regresó con un montón de carne picada sobre una hoja de papel. Amasó tres círculos y los colocó sobre las brasas. Emanaban un olor exasperante. El pistolero esperó con imperturbable indiferencia, ape­nas consciente de las vacilaciones del piano, la demora en la partida de cartas, las miradas de soslayo de los ha­bituales de la barra.
El hombre que iba hacia él estaba ya a mitad de ca­mino cuando el pistolero lo vio reflejado en el espejo. Era un hombre casi completamente calvo, y su mano estaba cerrada sobre el mango de un gigantesco cuchi­llo de caza, asegurado en su cinturón como una pisto­lera.
-Vuelva a sentarse -dijo él sosegadamente.
El hombre se detuvo. Su labio superior se contrajo involuntariamente como el de un perro, y hubo un mo­mento de silencio. Luego, el hombre regresó a su mesa y la atmósfera volvió de nuevo a la normalidad.
La cerveza llegó en un enorme vaso agrietado. -No tengo cambio para el oro -anunció la mujer con aire truculento.
-Tampoco lo quiero.
Ella asintió con irritación, como si aquella ostenta­ción de riqueza, aunque fuera en su beneficio, le resul­tara ofensiva. Pero se guardó el oro y, al cabo de unos instantes, le sirvió las hamburguesas en una plancha humeante con los bordes todavía al rojo.
-¿Tiene sal?
La sacó de debajo de la barra.
-¿Pan?
-No. -El pistolero comprendió que le mentía, pero no quiso insistir.
El hombre calvo le miraba con ojos cianóticos, abriendo y cerrando los puños sobre la astillada super­ficie de la mesa. Las aletas de su nariz se ensanchaban con palpitante regularidad.
El pistolero empezó a comer tranquilamente, casi con languidez, cortando trozos de carne con el borde del tenedor y llevándoselos a la boca mientras trataba de no pensar en qué habrían añadido a la carne de buey para cortarla.
Casi había terminado y se disponía ya a pedir otra cerveza y a liar un cigarrillo, cuando la mano se posó en su hombro.
De pronto el pistolero advirtió que la sala estaba de nuevo en silencio, y saboreó la densa tensión del aire. Volvió la cabeza y descubrió el rostro del hombre que a su llegada estaba durmiendo junto a la puerta. Era un rostro espantoso. El olor de la hierba del diablo era como un miasma pútrido. Los ojos eran abominables, con la feroz e intensa mirada de los ojos que ven pero no ven, vueltos para siempre hacia el interior, hacia el estéril infierno de unos sueños sin control, sueños de­sencadenados, surgidos de las hediondas ciénagas del inconsciente. La mujer de la barra profirió un gritito quejumbroso.
Los agrietados labios se torcieron y se separaron, dejando al descubierto unos verdes y musgosos dien­tes, y el pistolero pensó: «Ya ni siquiera la fuma. La masca. Realmente la masca.»
E inmediatamente después: «Está muerto. Debería haber muerto hace un año.»
E inmediatamente después: «El hombre de negro.» Sus miradas se encontraron: la del pistolero y la del hombre que había bordeado los límites de la locura. El hombre habló y el pistolero, desconcertado, le oyó interpelarlo en la Alta Lengua:
-El oro, por favor, pistolero. ¿Una sola pieza? Como un regalo.
La Alta Lengua. Por un instante, su mente se negó a interpretarla. Habían pasado años -¡Santo Dios!-, si­glos, milenios; ya no existía la Alta Lengua, él era el úl­timo, el último pistolero. Los demás habían...
Estupefacto, hurgó en el bolsillo de la pechera y ex­trajo una moneda de oro. La deforme zarpa del hom­bre se cerró sobre ella, la acarició, la sostuvo en alto para que refulgiera con el grasiento resplandor del que­roseno. El oro despedía su propio brillo, orgulloso y ci­vilizado; dorado, rojizo, sangriento...
-Ahhhh... -Un inarticulado ruido de placer. El viejo se tambaleó para dar media vuelta y echó a andar hacia su mesa sosteniendo la moneda a la altura de los ojos, volteándola entre los dedos, arrancándole deste­llos.
La sala comenzó a vaciarse rápidamente, y las puer­tas de vaivén oscilaban frenéticamente de un lado a otro. El pianista cerró con un golpe la tapa del instru­mento y salió en pos de los demás a grandes zancadas de opereta.
-¡Sheb! -gritó la mujer a sus espaldas, con una ex­traña mezcla de miedo y astucia en la voz-. ¡Vuelve aquí, Sheb! ¡Maldita sea!
El viejo, entre tanto, llegó a su mesa e hizo girar la moneda sobre la maltratada madera como si se tratara de una peonza, mientras sus ojos muertos en vida le se­guían con vacua fascinación. Por segunda vez la hizo girar, y por tercera, y sus párpados se entrecerraron. La cuarta vez apoyó la cabeza en la mesa antes de que la moneda se detuviera.
-Ya está -dijo la enfurecida mujer, suavemente-. Ya me ha dejado sin clientela. ¿Está satisfecho? -Volverán -respondió el pistolero.
-No, esta noche ya no volverán.
-¿Quién es ése? -hizo un ademán hacia el masca­hierba.
-Vaya a... -Completó la frase describiendo un im­posible acto de masturbación.
-Debo saberlo -explicó el pistolero con pacien­cia-. Él ...
-Le ha hablado de una forma extraña -le inte­rrumpió la mujer-. Nort no había hablado así en toda su vida.
-Busco a un hombre. Si lo ha visto, no puede ha­berlo olvidado.
La mujer se lo quedó mirando, apaciguada su ira. Ésta fue sustituida por el cálculo y luego por un vívido brillo húmedo que él ya había visto antes. El desvenci­jado edificio latía pensativamente para sí mismo. A lo lejos, un perro lanzó un ladrido ronco. El pistolero es­peraba. Ella vio que lo sabía y el brillo fue reemplazado por la desesperanza, por una muda necesidad inefable. -Ya conoce mi precio -dijo al fin.
El hombre la contempló con detenimiento. A oscu­ras, la cicatriz no se vería. Su cuerpo era bastante en­juto, de modo que el desierto, el esfuerzo y el abati­miento no habían logrado aflojar sus formas. Y en otro tiempo había sido guapa, quizás incluso hermosa. Tam­poco tenía demasiada importancia. No la habría tenido aunque los escarabajos de las tumbas hubieran anidado en la árida negrura de su matriz. Todo estaba escrito de antemano.
La mujer se llevó las manos al rostro. Todavía que­daba algo de jugo en ella; el suficiente para llorar. -¡No me mire! ¡No quiero que me mire con tanta dureza!
-Lo siento -se disculpó el pistolero-. No preten­día mostrarme duro.
-¡Ninguno de ustedes lo pretende! -sollozó. Siguió llorando con las manos en la cara. Al pisto­lero le complació que se cubriera la cara. No por la ci­catriz, sino porque aquello le devolvía la juventud, si bien no la doncellez. El imperdible que sujetaba el ti­rante del vestido brilló a la mortecina luz.
-Apague las luces y cierre. ¿Cree que el viejo puede robarle algo?
-No -susurró ella. -Pues apague las luces.
No apartó las manos del rostro hasta que se halló de espaldas a él y comenzó a apagar los quinqués uno por uno, bajando las mechas y soplando luego para ex­tinguir la llama. Luego tomó la mano del pistolero y la encontró caliente. Lo condujo escaleras arriba. Nin­guna luz hubiera ocultado sus actos.


6


Lió un par de cigarrillos en la oscuridad, los encen­dió y le pasó uno a ella. La habitación conservaba el pa­tético perfume a lilas frescas de ella. El olor del de­sierto lo cubría y lo desfiguraba. Era como el olor del mar. El pistolero se dio cuenta de que temía al desierto que se extendía ante él.
-Se llama Nort -comenzó ella. Su voz no había perdido ninguna aspereza-. Sólo Nort. Murió.
El pistolero esperó.
-Fue tocado por Dios.
-Nunca he visto a Dios -contestó el pistolero. -Ha estado siempre aquí hasta donde alcanza mi memoria. Nort, quiero decir, no Dios. -Se rió en la os­curidad con una risa mellada-. Hubo un tiempo en que tenía un carro de panales. Empezó a beber. Em­pezó a olfatear la hierba. Luego a fumársela. Los niños comenzaron a seguirlo por todas partes y le azuzaban los perros. Llevaba unos pantalones verdes viejos y apestosos. ¿Me entiendes?
-Sí.
-Empezó a mascarla. Acabó quedándose todo el día sentado ahí, sin comer nada. Quizás imaginaba ser un rey. Y que los niños eran sus bufones y los perros, sus príncipes.
-Sí.
-Murió justo delante de esta casa -prosiguió-. Venía por la acera, pisando fuerte (sus botas no se gas­taban nunca, eran botas de mecánico), con los niños y los perros detrás de él. Parecía un amasijo de perchas de alambre retorcidas y entrelazadas. En sus ojos se veían todas las luces del infierno, pero venía sonriendo, con una sonrisa como la que tallan los chicos en sus ca­labazas la víspera de Todos los Santos. Despedía olor a mugre, a podredumbre y a hierba. El jugo le rezumaba por las comisuras de los labios como una sangre ver­dosa. Creo que tenía intención de entrar para oír tocar a Sheb. Y justo en la puerta se detuvo y ladeó la cabeza. Yo lo estaba mirando y pensé que había oído una dili­gencia, aunque no se esperaba ninguna. Entonces vo­mitó un vómito negro y lleno de sangre. El chorro pasó a través de su sonrisa como el agua de letrina por un enrejado. El hedor ya era suficiente para volverla a una loca. Levantó los brazos y vomitó, nada más. Eso fue todo. Se murió con la sonrisa en la cara, sobre su propio vómito.
La mujer temblaba junto a él. Fuera, el viento man­tenía su constante gemido y, en algún sitio remoto, una puerta se abría y se cerraba con violencia, como un so­nido oído en un sueño. Por las paredes corrían ratones. En su fuero interno el pistolero pensó que aquél era probablemente el único lugar de la población lo bas­tante próspero como para albergar ratones. Colocó una mano sobre el vientre de la mujer, y ella se agitó sobresaltada antes de relajarse.
-El hombre de negro -dijo él. -No pararás hasta saberlo, ¿verdad?
-Así es.
-Muy bien. Te lo diré. -Tomó la mano del pisto­lero entre las suyas y comenzó a hablar.


7


Llegó al caer la tarde el día que murió Nort, cuando el viento arreciaba, arrastrando tierra suelta y levan­tando polvaredas de arena y plantas de maíz desarrai­gadas. Kennerly había cerrado con llave la caballeriza y los demás comerciantes del pueblo, muy escasos, ha­bían cerrado las ventanas y asegurado los postigos con tablas. El cielo era del amarillento color del queso ran­cio y las nubes lo cruzaban con aire huidizo, como si hubieran visto algo horripilante en los desiertos yer­mos de donde acababan de llegar.
Llegó en un destartalado carromato con la plata­forma cubierta por una lona ondulante. Le vieron lle­gar y el viejo Kennerly, tendido ante la ventana con una botella en una mano y la blanda y cálida carne del pecho izquierdo de su segunda hija en la otra, decidió no estar en casa si llamaba a su puerta.
Pero el hombre de negro pasó sin detener el caballo bayo que tiraba del carromato, y el girar de las ruedas alzó nubecillas de polvo prestamente arrebatadas por el viento. Su figura habría podido ser la de un monje o un sacerdote; llevaba una túnica negra moteada de polvo, y una amplia capucha le cubría la cabeza y ocul­taba sus facciones. Se ondulaba y aleteaba. Bajo el do­bladillo de la prenda, pesadas botas de hebilla con la puntera cuadrada.
Paró delante del bar de Sheb y amarró el caballo, que agachó la cabeza y relinchó hacia el suelo. El hom­bre desató un faldón de la parte de atrás del carro, sacó una vieja y gastada alforja, se la echó al hombro y entró por las puertas de vaivén.
Alice lo contempló con curiosidad, pero nadie más advirtió su llegada. Todos estaban borrachos como una cuba. Sheb interpretaba himnos metodistas a ritmo sin­copado y los grisáceos haraganes que habían acudido
temprano para evitar la tempestad y asistir al velatorio de Nort ya estaban roncos de tanto cantar. Sheb, ebrio hasta el límite de la inconsciencia, intoxicado y ener­vado por la continuidad de su propia existencia, tocaba rápidamente, con frenesí, haciendo volar los dedos como la lanzadera de un telar.
La gente vociferaba y hablaba a gritos, sin impo­nerse en ningún momento al vendaval pero, a veces, casi desafiándolo. En un rincón, Zachary le había le­vantado las faldas a Amy Feldon y estaba pintándole signos zodiacales en las rodillas. Algunas mujeres más, no muchas, circulaban entre el público. Todos los ros­tros parecían resplandecer de fervor. Con todo, la mor­tecina luz de la tormenta, que se filtraba a través de las puertas de vaivén, daba la impresión de burlarse de ellos.
Nort yacía sobre dos mesas juntas en el centro del salón. Las botas configuraban una mística V. Tenía la boca abierta en una sonrisa laxa pero alguien le había cerrado los ojos y colocado balas sobre ellos. También le habían cruzado las manos sobre el pecho y sostenía una ramita de hierba del diablo. El muerto olía a ve­neno.
El hombre de negro se echó el capuz hacia atrás y anduvo hasta la barra. Alice lo contempló, sintiendo nacer en ella una ansiedad mezclada con la familiar ne­cesidad que ocultaba en su interior. El hombre no os­tentaba ningún símbolo religioso, pero aquello, de por sí, no significaba nada.
-Whisky -pidió él. Su voz era suave y agradable-. Whisky del bueno.
La mujer metió la mano bajo el mostrador y sacó una botella de Star. Habría podido endosarle el mata­rratas local como si fuese lo mejor que tenía, pero no lo hizo. Le sirvió un vaso mientras el hombre de negro la observaba con sus ojos grandes y luminosos. La pe­numbra del local no permitía determinar con exactitud de qué color eran. La necesidad se le intensificó. En el salón continuaban la algarabía y los chillidos, sin debi­litarse. Sheb, el inútil eunuco, interpretaba un himno sobre los Soldados de Cristo y alguien había persua­dido a la tía Mill para que cantase. Su voz, áspera y de­safinada, cortó el parloteo como haría un hacha embo­tada con los sesos de un ternero.
-¡Eh, Alice!
Acudió a la llamada, resentida con el silencio del fo­rastero; resentida con sus ojos de ningún color y con su propia ingle impaciente. Sus necesidades la atemori­zaban. Eran caprichosas y no podía dominarlas. Quizá fueran la señal del cambio, que a su vez señalaría el co­mienzo de la vejez. Y en Tull la vejez solía ser tan breve y cruda como el crepúsculo en invierno.
Sirvió cerveza hasta que el cuñete estuvo vacío, y entonces espitó otro. En ningún momento se le ocu­rrió pedirle a Sheb que lo hiciera; la obedecería con su mejor voluntad, como el perro que era, y se aplastaría los dedos con el mazo o lo regaría todo con espuma de cerveza. Mientras ella misma lo hacía los ojos del foras­tero no se apartaron de ella; podía sentir su mirada.
-Mucha gente -comentó el hombre, cuando ella regresó. No había tocado su bebida, limitándose a ha­cer rodar el vaso entre las palmas para calentarlo.
-Un velatorio.
-Ya he visto el difunto.
-Son unos borrachos -exclamó ella, con un odio repentino-. Son todos unos borrachos.
-La situación los excita. Está muerto y ellos no.
-Cuando vivía era el blanco de todas las burlas. No está bien que sigan burlándose ahora. Era... -no llegó a completar la frase, incapaz de expresar qué era, o hasta qué punto era obsceno.
--¿Un mascahierba?
-¡Sí! ¿Qué otra cosa le quedaba? -Respondió en tono acusador, pero el hombre no bajó la vista y ella sintió que le subía la sangre a la cara-. Lo siento. ¿Es usted un sacerdote? Todo esto debe parecerle repug­nante.
-Ni lo soy, ni me lo parece. -Engulló limpiamente el whisky, sin una mueca-. Otro, por favor.
-Antes tendré que ver el color de su dinero. Lo siento.
-No hace falta que lo sienta.
Depositó sobre el mostrador una mal acuñada mo­neda de plata, gruesa por un lado, fina por el otro, y ella le advirtió, como volvería a hacer más tarde:
-No tengo cambio.
El hombre de negro meneó la cabeza restándole im­portancia al asunto y contempló con aire ausente cómo le volvía a llenar el vaso.
-¿Está de paso por aquí? -inquirió ella. Permaneció un buen rato sin responder y la mujer ya iba a repetir la pregunta cuando él sacudió la cabeza con impaciencia.
-No hable de banalidades. Está en presencia de la muerte.
Ella retrocedió, dolida y asombrada, y lo primero que pensó fue que el hombre había mentido acerca de su condición sacerdotal para ponerla a prueba.
-Usted le tenía cariño -añadió llanamente-. ¿No es cierto?
-¿Quién, yo? ¿A Nort? -Se echó a reír, afectando enojo para ocultar su confusión-. Me parece que más le vale...
-Tiene el corazón blando y un poco de miedo -prosiguió él-, y el viejo estaba enganchado a la hierba, atisbando por la puerta de atrás del infierno. Y allí está ahora, y ya han cerrado la puerta, y usted cree que no volverán a abrirla hasta que a usted le llegue la hora de pasar por ella, ¿no es eso?
-¿Qué le pasa? ¿Está bebido?
-¡El señor Norton está muerto! -exclamó irónica­mente el hombre de negro-. Tan muerto como cual­quiera. Tan muerto como usted, o cualquier otro.
-Váyase de mi casa. -La mujer sintió nacer en su interior una temblorosa aversión, pero su vientre se­guía irradiando la misma calidez.
-Está bien -dijo él con suavidad-. Está bien. Es­pere. Espere un poco.
Tenía los ojos azules. De pronto, ella notó que le in­vadía una sensación de sosiego, como si hubiera to­mado alguna droga.
-¿Lo ve? -apuntó él-. ¿Se da cuenta?
Ella asintió torpemente y él se echó a reír con una carcajada fuerte, pura, agradable, que hizo que todas las cabezas se girasen. El hombre de negro dio media vuelta y afrontó las miradas, repentinamente conver­tido en el centro de la atención por una alquimia inex­plicable. La tía Mill vaciló y se detuvo, dejando que un agudo desafinado se desangrara en el aire. Sheb tocó un acorde disonante y se interrumpió. Todos contempla­ban al forastero con inquietud. La arena arañaba las pa­redes del edificio.
El silencio se prolongó sin consumirse. La mujer re­tenía el aliento en la garganta y, al bajar la vista, descu­brió que tenía ambas manos apretadas contra el vientre
por debajo de la barra. Todos miraban al desconocido, y él los miraba a todos. Entonces surgió de nuevo la risa, potente, rica, innegable. Pero nadie sintió ganas de reír con él.
-¡Os mostraré un prodigio! -les gritó.
Ellos se limitaron a seguir mirando, como niños obedientes a quienes se lleva a ver a un mago, a pesar de que ya sean demasiado mayores para creer en él.
El hombre de negro se adelantó y la tía Mill se apartó de su camino. Él sonrió ferozmente y le pal­meó el abultado abdomen. La mujer emitió un breve cloqueo involuntario, y el hombre de negro echó hacia atrás la cabeza.
-Mejor así, ¿verdad?
La tía Mill cloqueó otra vez; de repente, empezó a sollozar, y huyó ciegamente hacia las puertas. Los de­más la vieron partir en silencio. Estaba desencadenán­dose la tempestad; las sombras se sucedían una a otra, alzándose y cayendo en el blanco ciclorama del firma­mento. Cerca del piano, un hombre con una olvidada cerveza en la mano sonrió rasposamente.
El hombre de negro se irguió sobre el cuerpo de Nort y le sonrió. El viento aullaba, gemía, rugía monó­tonamente. Algún objeto grande chocó contra un cos­tado del edificio y rebotó arrastrado por el vendaval. Uno de los hombres acodados en la barra logró libe­rarse y salió del salón bamboleándose en grotescas zan­cadas. El fragor del trueno estalló secamente en bruscas descargas.
-Muy bien. -El hombre de negro seguía son­riendo-. Vamos a poner manos a la obra.
Comenzó a escupir sobre la cara de Nort, apun­tando cuidadosamente. La saliva brilló sobre su frente y se deslizó por el pico pelado de su nariz corva.
Bajo la barra, las manos de la mujer trabajaban de­prisa.
Sheb soltó una risa boba y se inclinó. Comenzó a toser y expectorar grandes y pegajosos esputos de flema. El hombre de negro rugió aprobadoramente y le palmeó la espalda. Sheb sonrió, dejando al descubierto un diente de oro.
Unos cuantos se escaparon. Otros se congregaron formando un corro alrededor de Nort. Su rostro v las arrugas de la papada resplandecían de líquido, un líquido precioso en aquel reseco país. Y de pronto se detuvo, como ante una señal. Su respiración era pesada y jadeante.
El hombre de negro se lanzó repentinamente por encima del muerto, describiendo un salto de carpa en el aire. Fue algo hermoso, como un destello de agua. Cayó sobre las manos, se enderezó al instante, giró en redondo con el mismo impulso del rebote, sonrió y re­pitió la pirueta. Uno de los espectadores, sin saber lo que hacía, comenzó a aplaudir; de pronto, se echó ha­cia atrás con los ojos nublados de pavor y, enjugándose los labios con el dorso de la mano, se dirigió hacia la puerta.
La tercera vez que el hombre de negro pasó sobre Nort, éste contrajo el rostro.
De los espectadores brotó una especie de gruñido y otra vez quedaron en silencio. El hombre de negro echó la cabeza hacia atrás y aulló. Al inspirar, su pecho se movió a un ritmo rápido y poco profundo. Co­menzó a saltar de un lado a otro con mayor velocidad, arqueándose sobre el cuerpo de Nort como se arquea
el agua al ser vertida de un vaso a otro. Lo único que se oía en el salón era el ruido de sus roncos jadeos y el palpitar de la tormenta.
North hizo una inspiración honda y seca. Sus ma­nos temblaron y se movieron al azar sobre la mesa.
Sheb soltó un chillido y se marchó. Una de las mujeres se fue tras él.
El hombre de negro saltó una vez más, y otra, y una tercera. Ahora, todo el cuerpo de Nort vibraba, tem­blaba, se agitaba y se contorsionaba. El fétido olor a podredumbre, a excrementos y a moho se alzó en sofo­cantes oleadas. Abrió los ojos.
Alice sintió que los pies la llevaban hacia atrás. Chocó contra el espejo, haciéndolo temblar, y un pánico ciego se apoderó de ella. Salió disparada como un novillo.
-Le he hecho un regalo -gritó el hombre de negro a sus espaldas, todavía jadeando-. Ahora podrá dor­mir tranquila. Ni siquiera esto es irreversible. Pero, ¡maldita sea!, es... tan... ¡divertido! -Y se echó a reír de nuevo.
Ella corrió escaleras arriba seguida de la carcajada y no se detuvo hasta haber cerrado con llave la puerta que comunicaba con las tres habitaciones de encima del bar.
Entonces, detrás de la puerta, empezó a reír nervio­samente y a sacudir las caderas de un lado a otro. El so­nido se convirtió en un fúnebre plañido que se confun­día con el viento.
Abajo, Nort salió con aire ausente a la tormenta, para arrancar un poco de hierba. El hombre de negro, único cliente del bar, lo vio salir sin perder la sonrisa.
Cuando, ya anochecido, la mujer se obligó a sí misma a bajar de nuevo, con un quinqué en una mano y un pesado bastón para desfondar barriles en la otra, el hombre de negro ya se había ido, llevándose su ca­rromato. Pero Nort estaba allí, sentado a la mesa más cercana a la puerta como si nunca la hubiera dejado. Seguía oliendo a hierba, pero no tan intensamente como ella hubiera podido suponer.
Al oírla bajar levantó la vista y le sonrió dubitativa­mente.
-Hola, Alice.
-Hola, Nort. -Dejó el bastón y empezó a encen­der las lámparas, sin volverle la espalda.
-He sido tocado por Dios -explicó él-. Ya no
volveré a morir. Me lo ha dicho él. Me lo ha prome­tido.
-Qué suerte, Nort. -La astilla que utilizaba para encender los quinqués resbaló de entre sus dedos tem­blorosos y se agachó a recogerla.
-Me gustaría dejar de mascar hierba -comentó Nort-. Ya no lo disfruto como antes. No me parece bien que un hombre tocado por Dios siga mascando hierba.
-Entonces, ¿por qué no lo dejas?
En medio de su exasperación, se sorprendió a sí misma mirando a Nort de nuevo como un hombre, más que como un milagro infernal. Lo que vio fue un individuo apesadumbrado, drogado sólo a medias, con aspecto avergonzado, y desdichado. Era imposible se­guir teniéndole miedo.
-Tiemblo -respondió él-. Y la quiero. No puedo parar. Alice, tú siempre has sido buena conmigo... -Comenzó a sollozar-. Ni siquiera puedo aguan­tarme los meados.
Alice se acercó a la mesa y se quedó allí, vacilante.
-Habría podido hacer que ya no la quisiera -se la­mentó entre lágrimas-. Si ha podido resucitarme, tam­bién habría podido hacer eso por mí. No me quejo... No quiero quejarme... -Miró en torno con inquietud y susurró-: Podría hacerme caer muerto si me quejo. -Quizá sea una broma. Parecía tener gran sentido del humor.
Nort extrajo la bolsa que guardaba bajo la camisa y cogió un puñado de hierba. Irreflexivamente, la mujer la hizo caer de un manotazo y al instante, horrorizada, retiró la mano.
-No puedo evitarlo, Alice, no puedo... -Se aba­lanzó torpemente hacia la bolsa. Ella habría podido de­tenerlo, pero no lo intentó. Siguió encendiendo las lámparas, cansada ya aunque la noche apenas acababa de empezar. Pero aquella noche el único cliente que acudió fue el viejo Kennerly, que no se había enterado de nada. La presencia de Nort no pareció sorprenderle. Pidió cerveza, preguntó dónde estaba Sheb y manoseó un poco a la dueña. Al día siguiente las cosas fueron
casi normales, si bien ninguno de los niños siguió a Nort por la calle. Al otro día, se reanudaron las burlas. La vida volvió a seguir su curso. Los chiquillos recogie­ron el maíz desarraigado y, una semana después de la resurrección de Nort, lo quemaron en mitad de la calle. El fuego ardió con viveza durante algún tiempo y la mayoría de los asiduos del bar salió o se tambaleó hasta la puerta para contemplarlo. Tenían un aspecto primi­tivo. Sus caras parecían flotar entre las llamas y el he­lado resplandor del cielo. Alice los miró y sintió una punzada de pasajera desesperación por la tristeza del mundo. Las cosas se habían desunido. Ya no existía ningún pegamento en el centro de las cosas. Nunca ha­bía visto el océano, y nunca lo vería.
-Si tuviera agallas -murmuró-. Si tuviera agallas, agallas, agallas...
Nort alzó la cabeza al oír su voz y le dirigió una va­cua sonrisa desde el infierno. Alice no tenía agallas. Sólo un bar y una cicatriz.
La fogata se consumió rápidamente y los clientes volvieron al interior. Alice comenzó a anestesiarse con whisky Star y, hacia medianoche, estaba completa­mente borracha.



8


La mujer dio fin a su relato y, viendo que él no ha­cía ningún comentario, creyó que la historia lo había adormecido. Empezaba ya a dormitar, a su vez, cuando el pistolero preguntó:
-¿Eso es todo?
-Sí. Eso es todo. Ya es muy tarde.
-Hum. -Estaba liando otro cigarrillo.
-No vayas a echarme briznas de tabaco en la cama -dijo ella, más bruscamente de lo que pretendía.
-No.
Silencio de nuevo. La punta del cigarrillo refulgía intermitentemente.
-Te irás por la mañana -comentó ella con voz apagada.
-Debería irme. Creo que me dejó preparada una trampa.
-No te vayas -le rogó la mujer.
-Ya veremos.
El pistolero se volvió de espaldas, pero ella ya es­taba tranquila. Se quedaría. La mujer cerró los ojos.
A punto de dormirse, Allie pensó de nuevo en la forma en que Nort se había dirigido al pistolero, en su extraña manera de hablar. En ningún otro momento, ni antes ni después, había visto al pistolero expresar al­guna emoción. Incluso haciendo el amor había perma­necido silencioso; apenas hacia el final, su respiración se volvió más áspera y luego se detuvo unos instantes. Aquel hombre era como algo salido de un cuento de hadas o de un mito: el último de su casta en un mundo que estaba escribiendo la última página de su libro. No importaba. Se quedaría por algún tiempo. Ya tendría tiempo para pensar al día siguiente, o al otro. Se ador­meció.


9


Por la mañana Allie preparó sémola de maíz y el pistolero la comió sin ningún comentario. Se llevaba las cucharadas a la boca sin pensar en la mujer, sin verla apenas. Sabía que debía partir. A cada minuto que él permanecía sentado allí, el hombre de negro se en­contraba un poco más lejos; a aquellas alturas ya habría llegado al desierto. Avanzaba en dirección sur.
-¿Tienes un mapa? -preguntó de repente, levan­tando la cabeza.
-¿Del pueblo? -Ella se echó a reír-. No es lo bas­tante grande para que haga falta un mapa.
-No. De lo que hay al sur de aquí. La sonrisa de la mujer se desvaneció.
-El desierto. Solamente el desierto. Pensaba que te quedarías unos días.
-¿Qué hay al sur del desierto?
-¿Cómo quieres que lo sepa? Nadie lo cruza. Desde que estoy aquí, no lo ha intentado nadie. -Se enjugó las manos, cogió un par de agarradores y vació
la olla de agua que tenía al fuego en el fregadero, con un chapoteo humeante. El pistolero se levantó.
-¿Adónde vas? -La mujer percibió el chirriante te­mor que impregnaba su voz, y se detestó por ello.
-A la caballeriza. Si hay alguien que lo sepa, será el mozo de cuadra. -Le puso las manos sobre los hom­bros. Eran manos cálidas-. Y he de pensar en mi mula. Si me quedo, alguien tendrá que cuidar de ella. Para cuando me marche.
Pero todavía no. Alzó la vista hacia él.
-No te fíes de ese Kennerly. Si no sabe algo, se lo inventa.
Cuando el pistolero se hubo marchado ella se vol­vió hacia el fregadero, sintiendo en las mejillas un ar­diente fluir de lágrimas de agradecimiento.


10


Kennerly era desdentado, desagradable y cargado de hijas. Dos de ellas, a medio crecer, espiaban al pisto­lero desde la polvorienta penumbra del establo. Una niña pequeña, todavía un bebé, babeaba felizmente en el suelo de tierra. Una muchacha ya desarrollada, rubia, sucia, sensual, lo contemplaba con especulativa curiosi­dad mientras accionaba la rechinante bomba de agua situada junto al edificio.
El mozo de cuadra salió a recibirle a mitad de ca­mino entre la puerta de su establecimiento y la calle. Su actitud oscilaba entre la hostilidad y un pusilánime ser­vilismo, como un perro callejero que ha recibido dema­siadas patadas.
-Está bien atendida -le aseguró y, antes de que el pistolero pudiera responder, Kennerly se volvió hacia su hija-. ¡A casa, Soobie! ¡Ya te estás metiendo en casa ahora mismo!
Soobie, con expresión hosca, comenzó a arrastrar el cubo lleno hacia la choza adyacente al establo. -Quiere decir la mula -observó el pistolero.
-Sí, señor. Hacía tiempo que no veía una mula. Antes había hasta mulas salvajes, pero el mundo ha cambiado. Sólo veo algunos bueyes, los caballos de la diligencia y... ¡Soobie! ¡Te juro que te daré una tunda!
-No muerdo, ¿sabe? -comentó apaciblemente el pistolero.
Kennerly se encogió un poco.
-No es por usted. No, señor; no es por usted. -Es­bozó una sonrisa torcida-. La chica es torpe de por sí. Lleva un diablo en el cuerpo. Es una salvaje.
-Sus ojos
se oscurecieron-. Se acercan los últimos Tiempos, se­ñor. Ya sabe lo que dice el Libro. Los hijos no obedece­rán a sus padres y una plaga descenderá sobre las mul­titudes.
El pistolero asintió y luego señaló hacia el sur.
-¿Qué hay por allí?
Kennerly volvió a sonreír, mostrando las encías y unos pocos dientes amarillentos.
-Moradores. Hierba. Desierto. ¿Qué otra cosa? -Cloqueó con regocijo, y sus ojos escrutaron fría­mente al pistolero.
-¿Cómo es de grande el desierto?
-Es grande. -Kennerly se esforzaba por mostrarse serio-. Puede que quinientos kilómetros. Puede que mil quinientos. No lo sé, señor. Allá sólo hay hierba
del diablo y, quizá, demonios. Por ahí se fue el otro tipo, el que curó a Nort cuando estaba enfermo.
-¿Enfermo? He oído decir que estaba muerto. Kennerly seguía sonriendo.
-Bueno, bueno. Puede ser. Pero ya somos grande­citos, ¿verdad?
-Pero usted cree en los demonios. Kennerly puso cara de ofendido.
-Eso es muy diferente.
El pistolero se quitó el sombrero y se enjugó el su­dor de la frente. El sol ardía implacable. Kennerly pare­cía no advertirlo. En la menguada sombra de la caballe­riza, la niñita se embadurnaba el rostro de tierra con toda seriedad.
-¿Sabe qué hay más allá del desierto? Kennerly se encogió de hombros.
-Quizás haya quien lo sepa. Hace cincuenta años la diligencia cruzaba una parte. Eso decía mi padre. So­lía decir que había montañas. Otros dicen que hay un
océano..., un océano verde lleno de monstruos. Y hay quien dice que ahí se acaba el mundo. Que sólo hay unas luces capaces de cegar a los hombres y el rostro de Dios con la boca abierta, dispuesto a devorarlos.
-Basura -dijo secamente el pistolero.
-Desde luego -asintió rápidamente Kennerly. Se encogió de nuevo, lleno de odio y de temor, y deseoso de agradar.
-Ocúpese de que mi mula esté bien atendida. –Le echó otra moneda, que Kennerly atrapó al vuelo.
-No se preocupe. ¿Se quedará unos días?
-No lo sé, pero es posible.
-Esa Allie sabe ser agradable cuando quiere, ¿eh?
-¿Ha dicho algo? -preguntó el pistolero con aire ausente.
En los ojos de Kennerly amaneció un terror súbito, como dos lunas gemelas que se alzaran sobre el hori­zonte.
-No, señor, ni una palabra. Y si la he dicho, lo siento. -Por el rabillo del ojo vio a Soobie asomada a una ventana, y se volvió bruscamente hacia ella-. ¡Ahora sí que te daré una tunda, cara de puta! ¡Te lo juro! ¡Voy a...!
El pistolero se alejó, sabiendo que Kennerly se ha­bía vuelto a mirarle y que podía girar en redondo y sor­prender al mozo de cuadra con alguna emoción autén­tica reflejada en el rostro. Lo dejó estar. Hacía calor. Lo único seguro acerca del desierto era su enorme exten­sión. Y aún no estaba todo dicho en el pueblo. Todavía no.


11


Estaban en la cama cuando Sheb abrió la puerta de un puntapié y entró con el cuchillo.
Habían pasado cuatro días en un brumoso abrir y cerrar de ojos. Comía. Dormía. Se acostaba con Allie. Descubrió que sabía tocar el violín, y le hizo tocar para él. Ella se sentaba junto a la ventana a la lechosa clari­dad del alba; era sólo un perfil e interpretaba con vaci­lación algo que habría podido ser bueno si ella hubiera practicado más. El cariño que el pistolero sentía por ella iba en aumento (aunque de forma extraña, dis­traída) y a veces pensaba que quizá fuera ésa la trampa que el hombre de negro le había tendido. Leía viejas y deterioradas revistas con imágenes descoloridas. Ape­nas pensaba en nada.
No oyó subir al pequeño pianista; sus reflejos se ha­bían entorpecido. Tampoco esto parecía tener ninguna importancia, aunque en otro momento y lugar le hu­biera producido una gran inquietud.
Allie estaba desnuda, con la sábana bajo el pecho, y se disponían a hacer el amor.
-Por favor -estaba diciendo ella-, hazlo como antes, quiero que hagas lo de antes, quiero...
La puerta se abrió con estrépito y el pianista emprendió una carrera ridícula y patituerta hacia la luz. Allie no chilló, aunque Sheb blandía un cuchillo de trinchar de veinticinco centímetros. Sheb iba emi­tiendo un ruido, un balbuceo inarticulado. Sonaba como un hombre que estuviera ahogándose en un cubo de cieno. De su boca brotaban gotitas de saliva. Bajó el cuchillo con ambas manos y el pistolero le cogió las muñecas y se las retorció. El cuchillo salió despedido. Sheb profirió un grito agudo y rechinante, como un gozne oxidado. Sus manos, rotas ambas muñecas, se agitaron como las de una marioneta. El viento arañaba
la ventana. En la pared, el espejo de Allie reflejaba una habitación vagamente nublada y distorsionada.
-¡Era mía! -sollozó-. ¡Antes era mía! ¡Mía!
Allie lo miró y salió de la cama. Se cubrió con una bata, y el pistolero sintió una momentánea identifica­ción con aquel hombre que debía de verse cercano al fi­nal de lo que otrora había sido. No era más que un hombrecillo castrado.
-Fue por ti -se lamentó Sheb, aún llorando-. Fue solamente por ti, Allie. Todo por ti... -Las palabras se disolvieron en un paroxismo ininteligible y, final­mente, en lágrimas. El pianista oscilaba hacia adelante y hacia atrás sosteniendo las muñecas rotas contra el abdomen.
-Shhh. Shhh. Déjame ver. -Allie se arrodilló a su lado-. Rotas. Pero, Sheb, bobo. ¿No sabías que nunca has sido fuerte? -Le ayudó a ponerse en pie. Sheb trató de llevarse las manos a la cara pero éstas no le obedecieron, y sollozó abiertamente-. Vamos a la mesa y déjame ver qué puedo hacer.
Lo condujo hasta la mesa y le entablilló las muñecas con unos maderos rectos de la caja de la leña. Él lloraba débilmente y sin voluntad, y se marchó sin mirar atrás. Allie regresó a la cama.
-¿Por dónde íbamos?
-No -dijo él.
Ella respondió con paciencia:
-Ya sabías cómo estaban las cosas. No se puede ha­cer nada. ¿Qué más quieres hacer? -Le palpó el hom­bro-. En cualquier caso, me alegro de que seas tan fuerte.
-Ahora no -repitió en voz apagada.
-Puedo hacerte fuerte...
-No -la interrumpió-. No puedes hacerlo.


12


A la noche siguiente permaneció cerrada la taberna: era el día que en Tull equivalía al Sabbath. El pistolero acudió a la minúscula iglesia de paredes alabeadas que se alzaba junto al cementerio, mientras Allie limpiaba las mesas con un poderoso desinfectante y enjuagaba los tubos de vidrio de los quinqués con agua jabonosa.
La luz del crepúsculo era extrañamente violácea y, vista desde la carretera, la iglesia con el interior ilumi­nado casi parecía un horno incandescente.
-Yo no voy -le había anunciado escuetamente Allie-. La religión de la mujer que predica es veneno. Que vayan los respetables.
El pistolero se detuvo en el vestíbulo, oculto en la sombra, y atisbó el interior. No había bancos y los fie­les de la congregación permanecían de pie. Allí estaban Kennerly y su prole, Castner, propietario de la escuá­lida mercería-emporio del pueblo, y su encorsetada es­posa, unos cuantos habituales del bar, algunas aldeanas que no había visto nunca y, para su sorpresa, Sheb, en­tonando todos a cappella un himno discordante. Con­templó con curiosidad a la enorme mujer que ocupaba el púlpito. Allie le había dicho: «Vive sola y apenas ve a nadie. Sale únicamente los domingos, para esparcir los fuegos del infierno. Se llama Sylvia Pittston. Está loca, pero los tiene aojados a todos. A ellos les gusta. Es lo que les cuadra.»
El tamaño de la mujer era indescriptible. Pechos como terraplenes. Una inmensa columna por cuello, rematada por una cara que era una luna blanca donde parpadeaban unos ojos tan grandes y oscuros que suge­rían lagunas sin fondo. La cabellera era de un hermoso color castaño y la llevaba recogida en un amasijo luná­tico y fortuito, sujeto por un alfiler lo bastante grande como para ser un espetón para la carne. Iba ataviada
con un vestido que parecía hecho de arpillera. Los bra­zos que sostenían el himnario eran troncos. Su tez, cre­mosa, su mácula encantadora. El pistolero calculó que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos. De re­pente se despertó en él un ansia indominable de po­seerla, una lascivia que le hizo temblar; giró la cabeza y desvió la mirada.



Nos reuniremos junto al río,
el hermoso, el hermoso
rííííío.
Nos reuniremos junto al río
que fluye por el Reino del Señor.



La última nota del último coro se desvaneció en el aire y hubo unos instantes de carraspeos y arrastrar de pies.
La mujer esperaba. Cuando de nuevo se tranquiliza­ron, alzó las manos sobre ellos como en una bendición. Fue un ademán evocador.
-Mis queridos hermanitos y hermanitas en Cristo. La frase poseía resonancias inquietantes. Por un ins­tante, en el pistolero se entremezclaron sentimientos de nostalgia y de miedo, junto con una perturbadora sensación de dejavu. Pensó: «Esto lo he soñado. ¿Cuándo?» Pero en seguida desechó tales pensamien­tos. Los asistentes -unos veinticinco, en total- guar­daban el más profundo silencio.
-El tema de nuestra meditación de esta noche será el del Intruso. -Su voz era dulce y melodiosa, la voz con que hablaría una soprano bien preparada.
Un ligero estremecimiento recorrió a los asistentes.
-Tengo la sensación -prosiguió Sylvia Pittston con aire reflexivo-, tengo la sensación de haber cono­cido personalmente a todos los personajes del Libro. En los últimos cinco años he dejado inservibles cinco Biblias de tanto leerlas y, antes, muchísimas más. Adoro la narración y adoro a los personajes que en ella aparecen. He entrado en el foso de los leones del brazo de Daniel. Estaba con David cuando Betsabé, que se bañaba en el estanque, lo tentó. He estado en el horno
flamígero con Shadrach, Meshach y Abednego. Maté a dos mil con Sansón y fui deslumbrada junto con san Pablo en el camino de Damasco. Lloré con María en el Gólgota.
El público suspiró suavemente.
-Los he conocido y los he amado. Sólo hay uno... Uno... -levantó un dedo y prosiguió-: solamente hay un actor al que no conozco, en el mayor de todos los
dramas. Solamente uno se mantiene al margen con el rostro en las tinieblas. Solamente uno hace que mi cuerpo tiemble y mi espíritu desfallezca. Le temo. No sé lo que piensa y le temo. Temo al Intruso.
Otro suspiro. Una de las mujeres se había llevado una mano a la boca, como para contener un grito, y se mecía, y se mecía.
-El Intruso que se presentó a Eva como una ser­piente en su vientre, sonriendo y retorciéndose. El In­truso que caminaba entre los hijos de Israel mientras
Moisés se hallaba en la cima del monte, el que los im­pulsó a construir un ídolo de oro y a adorarlo con obs­cenidades y fornicación.
Gemidos, gestos de asentimiento.
-¡El Intruso! Estaba en el balcón con Jezabel cuando el rey Ajaz caía aullando hacia su muerte, y él y ella sonrieron cuando los perros acudieron a lamer su
sangre. ¡Oh, hermanitos y hermanitas! ¡Precaveos del Intruso!
-Sí, ¡oh, Jesús! -Era el primer hombre que el pis­tolero había visto al llegar a la población, el del som­brero de paja.
-Siempre ha estado ahí, hermanos y hermanas. Pero no conozco sus pensamientos. Y vosotros tam­poco los conocéis. ¿Quién podría comprender la es­pantosa oscuridad que allí se arremolina, el monumen­tal orgullo, la titánica blasfemia, el impío regocijo? ¿Y su vesania? ¡La balbuciente y ciclópea vesanía que ca­mina, se arrastra y da origen a las más horribles necesi­dades y deseos de los hombres!
-¡Oh, Jesús Salvador!
-Fue él quien llevó a Nuestro Señor a lo alto de la montaña...
-Sí...
-Fue él quien lo tentó y le mostró el mundo en­tero, y todos los placeres del mundo...
-Sííí...
-Es él quien volverá cuando el mundo llegue a los últimos Tiempos..., y están llegando, hermanos y her­manas. ¿No lo advertís?
-Sííí...
La congregación, meciéndose y sollozando, se con­virtió en un mar; la mujer parecía señalar a cada indivi­duo, a ninguno de ellos.
-Él es el Anticristo que vendrá para conducir a los hombres a las ardientes entrañas de la perdición y al sangriento fin de la perversidad, cuando la estrella Wormword luzca refulgente en el cielo, cuando la hiel devore los órganos de los niños, cuando las matrices de las mujeres den a luz monstruosidades, cuando las obras de los hombres se conviertan en sangre...
-Ahhh...
-Oh, Dios...
Grrrrrrr...
Una mujer se desplomó al suelo, agitando inconte­niblemente las piernas. Uno de sus zapatos salió despe­dido.
-Él es quien se esconde tras todos los placeres car­nales... ¡Él! ¡El Intruso!
-¡Sí, Señor!
Un hombre cayó de rodillas, sujetándose la cabeza y mugiendo.
-Cuando tomáis una bebida, ¿quién sostiene la bo­tella?
-¡El Intruso!
-Cuando os sentáis a una mesa de faraón o de «mi­radme», ¿quién reparte las cartas?
-¡El Intruso!
-Cuando os agitáis en la carne de otro cuerpo, cuando vosotros mismos os ensuciáis, ¿a quién estáis vendiendo vuestra alma?
-In ...
-El ...
-Oh, Jesús... Oh...
-...truso...
-Agg... Agg... Agg...
-¿Y quién es él? -Gritaba, pero permanecía inte­riormente serena; el pistolero podía percibir su calma, su maestría, su control, su dominio. De pronto supo, con absoluta certidumbre y lleno de terror, que la mu­jer llevaba un demonio dentro de ella. Estaba poseída. Y, a través de su temor, volvió a sentir que surgía el ar­diente desasosiego del deseo sexual.
El hombre que se sujetaba la cabeza se derrumbó y avanzó a trompicones.
-¡Estoy condenado! -aulló, con el rostro tan desfi­gurado y contraído como si hubiera serpientes retor­ciéndose bajo su piel-. ¡Me he entregado a fornicacio­nes! ¡Me he entregado al juego! ¡Me he entregado a la hierba! ¡Me he entregado al pecado! ¡Me he...!
Pero su voz se elevó hacia el cielo en un horrible ge­mido histérico e inarticulado, y volvió a apretarse la ca­beza como si se tratara de un melón excesivamente ma­duro que pudiera estallar en cualquier momento.
Los asistentes guardaron silencio como ante una se­ñal y se quedaron inmóviles en semieróticas posturas de éxtasis.
Sylvia Pittston extendió una mano hacia el hombre y la posó en su cabeza. Los gemidos fueron cesando mientras los dedos de la mujer, blancos y fuertes, inma­culados y suaves, se hundían entre sus cabellos. Final­mente, alzó la vista hacia ella y la contempló con ex­presión inane.
-¿Quién te acompañó en el pecado? -inquirió ella. Sus ojos, tan profundos, tan suaves y tan fríos como para ahogarse en ellos, se clavaron en los del hombre.
-El... El Intruso.
-¿Y cómo se llama?
-Se llama Satán. -Un susurro crudo y supurante.
-¿Renunciarás a él?
Anhelante:
-¡Sí! ¡Sí! ¡Oh, Jesús, Salvador mío!
Ella le acunó la cabeza; él la contempló con la vacua y brillante mirada del fanático.
-Si ahora entrara por esa puerta -prosiguió, blandiendo un dedo hacia las sombras del vestíbulo, hacia donde se hallaba el pistolero-, ¿renunciarías a él en su propia cara?
-¡Por el nombre de mi madre!
-¿Crees en el eterno amor de Jesús? El hombre comenzó a llorar. -¡Joder si creo...!
-Él te perdona lo que has dicho, Jonson. -Alabado sea Dios -respondió Jonson, sin dejar de llorar.
-Sé que te perdona, como sé también que expul­sará de sus palacios a los impenitentes y los arrojará al lugar de ardientes tinieblas.
-¡Alabado sea Dios! -La congregación, extenuada, adoptó un tono solemne.
-Como sé también -añadió la mujer- que este In­truso, este Satán, este Señor de las Moscas y de las Ser­pientes será derribado y aplastado... ¿Lo aplastarás tú si lo ves, Jonson?
-¡Sí, y alabado sea Dios! -sollozó Jonson.
-¿Lo aplastaréis vosotros si lo veis, hermanos y hermanas?
-Sííí...
-Saciados.
-¿Si lo vierais mañana, pavoneándose por la calle Mayor?
-Alabado sea Dios...
El pistolero, perturbado, abandonó su lugar en la iglesia y regresó a la población. El aire transportaba un vívido olor a desierto. Ya casi había llegado la hora de ponerse en marcha. Casi.


13


De nuevo en la cama.
-No te recibirá -le advirtió Allie. Parecía atemori­zada-. Nunca recibe a nadie. Solamente sale los do­mingos por la tarde, para matarlos de miedo a todos.
-¿Cuánto tiempo lleva aquí?
-Unos doce años, más o menos. No hablemos más de ella.
-¿De dónde vino? ¿Por dónde?
-No lo sé.
-Mentira.
-¿Allie?
-¡No lo sé!
-¿Allie?
-¡Está bien! ¡Está bien! ¡Vino de los moradores! ¡Del desierto!
-Lo suponía. -Se relajó un poco-. ¿Dónde vive? La voz de la mujer se hizo más grave.
-Si te lo digo, ¿haremos el amor?
-Ya sabes cuál va a ser mi respuesta.
Ella suspiró. Fue un sonido antiguo y amarillento, como el de volver las páginas de un libro viejo. -Tiene una casa en la loma que hay detrás de la iglesia. Una choza, mejor. Es donde vivía el... el verda­dero ministro, hasta que se fue. ¿Te basta con eso? ¿Es­tás satisfecho?
-No. Todavía no. -Se inclinó sobre ella.


14


Era el último día, y él lo sabía bien.
El firmamento tenía un desagradable color amora­tado y, desde lo alto, los primeros dedos del alba lo ilu­minaban espectralmente. Allie iba de un lado para otro como un alma en pena, encendiendo quinqués y vigi­lando los buñuelos de maíz que se freían en la sartén. En cuanto le hubo dicho lo que él quería saber, el pis­tolero le había hecho el amor ferozmente, y ella, pre­sintiendo la proximidad del final, había dado más de lo que nunca había dado, desesperada por la llegada de la aurora, con la infatigable energía de los dieciséis años. Pero por la mañana estaba pálida, de nuevo al borde de la menopausia.
Le sirvió el desayuno sin decir palabra. Él lo ingirió rápidamente, masticando, engullendo, acompañando cada bocado con un sorbo de café caliente.
Allie se acercó a las puertas de vaivén y se detuvo a contemplar la mañana, los batallones silenciosos de lentos nubarrones.
-Hoy tendremos tormenta de polvo.
-No me sorprende.
-¿Te sorprende algo alguna vez? -preguntó iróni­camente, y se volvió a tiempo de verle recoger su som­brero.
El pistolero se lo encasquetó y pasó rozándola.
-A veces -contestó. Sólo volvería a verla una vez con vida.

15

Cuando llegó a la choza de Sylvia Pittston el viento había cesado por completo y el mundo parecía en trance de esperar. El pistolero conocía el desierto lo su­ficiente como para saber que cuanto más duradero fuera el murmullo, más fuerte sería el vendaval cuando finalmente se desencadenara. Una extraña luz uniforme lo envolvía todo.
En la puerta de la cabaña había clavada una gran cruz de madera, decrépita y cansada. Llamó con los nu­dillos y esperó. No hubo respuesta. Volvió a llamar. No hubo respuesta. Retrocedió un paso y golpeó vio­lentamente la puerta con su bota derecha. El pequeño pestillo saltó. La puerta giró sobre sus goznes hasta chocar estrepitosamente contra una pared de tablas clavadas de cualquier modo, ahuyentando a unos rato­nes. Sylvia Pittston estaba sentada en la entrada, aco­modada en una descomunal mecedora de madera os­cura, y lo miró serenamente con sus grandes ojos oscuros. La tormentosa luz caía sobre sus mejillas en impresionantes medias tintas. Se cubría con un man­tón. La mecedora rechinaba levemente.
Se estudiaron mutuamente ¿!l uno al otro durante unos momentos interminables.
-Nunca lo atraparás -dijo ella-. Andas por el ca­mino del mal.
-Estuvo contigo -dijo el pistolero.
-Y en mi cama. Me habló en la Lengua. Me...
-Te jodió.
La mujer no se arredró.
-Andas por el camino del mal, pistolero. Te ocul­tas en las sombras. Anoche estuviste oculto en las som­bras del santo lugar. ¿Acaso creíste que no te veía?
-¿Por qué curó al mascahierba?
-Era un ángel del Señor. Así me lo dijo.
-Supongo que sonreiría al decirlo.
Ella descubrió sus dientes en un inconsciente gesto de fiera.
-Me advirtió que vendrías. Me dijo qué debía ha­cer. Dijo que tú eres el Anticristo.
El pistolero meneó la cabeza.
-Eso no lo dijo él.
La mujer le sonrió perezosamente.
-Dijo que desearías acostarte conmigo. ¿Es eso cierto?
-Sí.
-El precio es tu vida, pistolero. Me dejó un hijo... el hijo de un ángel. Si me invades... -Dejó que una sonrisa perezosa concluyera la frase. Al mismo tiempo, movió los enormes y montañosos muslos, que se ex­tendieron bajo su vestidura como columnas de puro mármol.
El pistolero se quedó aturdido.
Llevó las manos a las culatas de los revólveres.
-Llevas un demonio dentro, mujer. Yo puedo ex­pulsarlo.
El efecto fue instantáneo. La mujer se aplastó con­tra el respaldo y por su rostro cruzó una expresión de comadreja.
-¡No me toques! ¡No te me acerques! ¡No tocarás a la Desposada del Señor!
-¿Qué te apuestas? -replicó el pistolero, son­riente. Avanzó hacia ella.
La carne que recubría el inmenso armazón empezó a temblar. Su rostro se había convertido en una carica­tura de loco terror y su mano se alzó hacia él con los dedos extendidos en el signo del Ojo.
-El desierto -dijo el pistolero-. ¿Qué hay más allá del desierto?
-¡Nunca lo atraparás! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Arderás! ¡Él me lo dijo!
-Lo atraparé -le aseguró el pistolero-. Ambos lo sabemos. ¿Qué hay más allá del desierto?
-¡No!
-¡Contéstame!
-¡No!
Avanzó un paso más, se arrodilló y aferró sus mus­los. Las piernas de la mujer se apretaron como una prensa de tornillo. Comenzó a plañir de forma extraña y lasciva.
-El demonio, entonces -dijo él.
-No...
La forzó a separar las piernas y sacó un revólver de su pistolera.
-¡No! ¡No! ¡No! -Expulsaba el aliento en estallidos breves y feroces.
-Contéstame.
Se meció en la silla y el suelo tembló. De sus labios brotaban oraciones y fragmentos de jerga.
Empujó el cañón de la pistola hacia adelante. Más que oírlo, pudo sentir el aire que aspiraban los pulmo­nes de la aterrorizada mujer. Las manazas le golpeaban en la cabeza; las piernas redoblaban contra el suelo. Y, al mismo tiempo, el inmenso cuerpo trataba de absor­ber a su invasor e invaginarlo. Desde el exterior, sólo les observaba el cielo amoratado.
Ella chilló algo agudo e inarticulado.
-¿Qué?
-¡Montañas!
-¿Qué hay con ellas?
-Él se detiene... al otro lado... ¡D-d-d-dulce Jesús...! para cobrar f-fuerzas. Me-m-meditación, ¿entiendes? Oh... Yo... Yo...
De pronto, la enorme mole de carne se proyectó hacia adelante y hacia arriba, aunque él se guardó bien de dejar que su carne secreta lo tocara.
Luego la mujer pareció marchitarse y disminuir, y sollozó con las manos sobre su regazo.
-Bien -dijo él, poniéndose en pie-. El demonio ha quedado servido, ¿eh?
-Vete. Has matado al niño. Vete. Vete.
El pistolero se detuvo en el umbral y volvió la ca­beza hacia ella.
-No hay niño -observó él secamente-. No hay ángel, ni demonio.
-Déjame sola. Así lo hizo.


16


Para cuando llegó a la caballeriza de Kennerly, una peculiar oscuridad cubría el horizonte septentrional, y comprendió que era polvo. En la atmósfera de Tull flo­taba una quietud mortal.
Kennerly lo esperaba en el entarimado sucio de paja que constituía el suelo de su establo.
-¿Se va?
-Esbozó una sonrisa abyecta.
-Sí.
-¿Antes de la tormenta?
-Por delante de ella.
-El viento es más veloz que un hombre con una mula. En campo abierto podría matarlo.
-Quiero la mula ahora mismo -respondió simple­mente el pistolero.
-Desde luego. -Pero Kennerly no hizo ademán de ir en su busca, sino que permaneció inmóvil, con una sonrisa vil y odiosa y los ojos mirando más allá del hombro del pistolero, como si estuviera pensando en añadir algo más.
El pistolero se echó a un lado y se dio la vuelta si­multáneamente, y el pesado garrote que la joven Soo­bie sostenía rasgó el aire con un siseo, apenas rozán­dole el codo. La propia fuerza del golpe le hizo soltar el garrote, que cayó ruidosamente al suelo. Unas golon­drinas emprendieron el vuelo en las sombrías alturas del henil. La muchacha se lo quedó mirando con aire bovino. Su descolorida camisa ponía de manifiesto la magnificencia de los senos maduros. Con lentitud de ensueño, un pulgar buscó refugio en su boca.
El pistolero se volvió hacia Kennerly, cuya sonrisa iba de oreja a oreja. Su tez era de un amarillo céreo. Te­nía los ojos desorbitados.
-Yo... -comenzó, en un susurro flemoso. No pudo continuar.
-La mula -insistió suavemente el pistolero.
-Sí, sí, claro -farfulló Kennerly, yendo en busca del animal. La sonrisa tenía un tinte de incredulidad. El pistolero se movió para no perder de vista a Ken­nerly. El mozo de cuadra regresó con la mula y le ten­dió el ronzal.
-Vete a casa y cuida a tu hermana -le dijo a Soo­bie.
Soobie ladeó la cabeza y permaneció inmóvil.
El pistolero los dejó allí, mirándose el uno al otro sobre el polvoriento suelo cubierto de excrementos, él con su enfermiza sonrisa, ella con su mudo inane de­safío. En el exterior, el calor seguía golpeando como un martillo.


17


Conducía la mula por el centro de la calle, alzando salpicaduras de polvo con las botas. Los odres iban ata­dos sobre el lomo del animal.
Se detuvo en la taberna pero Allie no estaba allí. El establecimiento estaba vacío, asegurado todo en previ­sión de la tormenta, pero aún sucio de la noche ante­rior. Allie no había empezado a limpiar, y el lugar olía tan mal como un perro mojado.
Llenó su bolsa con harina de maíz, maíz seco y tos­tado y la mitad de la carne picada que había en la des­pensa. Dejó cuatro monedas de oro apiladas sobre el mostrador. Allie seguía sin bajar. El piano de Sheb le dedicó una silenciosa despedida con su amarillenta dentadura. Salió a la calle y aseguró la bolsa sobre el lomo de la mula. Tenía un nudo en la garganta. Qui­zás aún le fuera posible evitar la trampa, pero las po­sibilidades eran mínimas. Después de todo, él era el Intruso.
Anduvo ante los cerrados y acechantes edificios, percibiendo los ojos que atisbaban por rendijas y hen­deduras. El hombre de negro había jugado a ser Dios en Tull. ¿Se debía acaso a un sentido de la comicidad cósmica o solamente a la desesperación? El asunto te­nía cierta importancia.
A sus espaldas sonó un aullido hostil y penetrante, y las puertas se abrieron de pronto. Surgieron figuras. La trampa estaba lista, pues. Hombres con ropa de ves­tir y hombres con sucios monos de trabajo. Mujeres con pantalones y con vestidos descoloridos. Incluso ni­ños, siguiendo los pasos de sus padres. Y en cada mano había un cuchillo o una estaca de madera.
Su reacción fue instantánea, automática, innata. Giró sobre sus talones mientras ambas manos extraían los revólveres de las fundas, las cachas pesadas y seguras en sus manos. Era Allie, por supuesto, tenía que ser Allie; avanzaba hacia él con el rostro contraído, con la cicatriz en un infernal tono cerúleo bajo la luz oblicua. Vio que la llevaban como rehén; la cara torcida de Sheb asomaba sobre su hombro haciendo muecas, como el pariente de una bruja. La mujer era su escudo y su sa­crificio. Lo vio todo, claro y sin sombras bajo la helada luz inmortal de aquella calma estéril, y oyó la voz de Allie:
-Me tiene cogida, oh, Jesús, no dispares, no, no, no...
Pero sus manos estaban entrenadas. Era el último de su casta, y no sólo su boca dominaba la Alta Lengua. Las pistolas descargaron en el aire una pesada música átona. La mujer entreabrió la boca, las piernas dejaron de sostenerla, y las pistolas dispararon de nuevo. La ca­beza de Sheb cayó hacia atrás. Ambos se desplomaron sobre el polvo.
El aire se llenó de estacas que llovían sobre él. Se movió haciendo eses para esquivarlas. Una de ellas, con un largo clavo atravesado en la punta, le arañó el brazo
e hizo brotar sangre. Un hombre con barba de varios días y manchas de sudor en las axilas se abalanzó sobre él con un mellado cuchillo de cocida en sus zarpas. El pistolero lo mató de un tiro y el hombre cayó por tie­rra. Los dientes se cerraron con un chasquido audible cuando su mandíbula chocó contra el suelo.
-¡SATÁN! -Empezó a gritar alguien-: ¡EL MAL­DITO! ¡ACABEMOS CON ÉL!
-¡EL INTRUSO! -gritó otra voz. Seguían llo­viendo estacas sobre él-. ¡EL INTRUSO! ¡EL ANTI­CRISTO!
Se abrió paso a disparos por entre la multitud, co­rriendo mientras los cuerpos caían y él elegía sus blan­cos con terrible precisión. Dos hombres y una mujer se vinieron abajo, y huyó por la abertura que habían de­jado.
Condujo a sus perseguidores a un febril desfile a lo largo de la calle, en dirección al destartalado colmado barbería que se hallaba ante la taberna. Subió a la acera, se volvió de nuevo y disparó el resto de los cartuchos
contra la muchedumbre enardecida. Tras ellos, Sheb, Allie y los demás yacían en el polvo con los brazos en cruz.
La turba no vacilaba ni se arredraba en ningún mo­mento, a pesar de que todos sus disparos habían alcan­zado puntos vitales y de que, probablemente, no habían visto jamás un revólver salvo en los grabados de antiguas revistas.
Se retiró moviendo su cuerpo como un bailarín para evitar los improvisados proyectiles. Volvió a car­gar las armas mientras corría, con una rapidez para la que también estaban entrenados sus dedos. Las manos se afanaban velozmente entre las cananas y los tambo­res. La multitud llegó a la acera y él se refugió en el col­mado, cerrando la puerta a sus espaldas. El gran esca­parate de la derecha saltó hecho añicos y tres hombres entraron por el hueco, con expresiones vacuamente fa­náticas, y los ojos llenos de un fuego justiciero. Los mató a los tres, y a otros dos que entraron tras ellos. Cayeron en el mismo escaparate, empalándose en las astillas de vidrio y cegando la apertura.
La puerta crujía y se estremecía bajo los embates de los asaltantes, y a sus oídos llegó la voz de ella: -¡ASESINO! ¡POR VUESTRAS ALMAS! ¡LA PATA HENDIDA!
La puerta, desgoznada, cayó de plano hacia el inte­rior con un ruido seco, como una palmada. Del suelo se alzó una nube de polvo. Hombres, mujeres y niños cargaron contra él. El aire se llenó de saliva y astillas de madera. Disparó hasta vaciar los tambores y los atacan­tes cayeron como bolos. Se retiró, derribó un barril de harina, lo hizo rodar hacia ellos y pasó a la barbería, arrojándoles un cazo de agua hirviendo que contenía dos melladas navajas de hoja recta. Siguieron persi­guiéndole con frenética incoherencia. Sylvia Pittston seguía arengándolos desde algún lugar, y su voz ascen­día y descendía en atronadoras inflexiones. Embutió nuevos cartuchos en las ardientes recámaras, olfa­teando los olores del afeitado y la tonsura, olfateando su propia carne al chamuscarse las callosidades de las yemas de los dedos.
Salió por la puerta posterior y se encontró en un porche. El llano chaparral quedaba ahora a su espalda, y negaba por completo el pueblo que se agazapaba so­bre sus inmensos flancos. Tres hombres surgieron por detrás de la esquina, con amplias sonrisas traicioneras en sus rostros. Le vieron, vieron que él los veía, y las sonrisas se coagularon un segundo antes de que las ba­las los segaran. Una mujer los había seguido, chillando. Era corpulenta y obesa, y los habituales de la taberna de Sheb la conocían como la tía Mill. El balazo del pis­tolero la hizo salir despedida hacia atrás y aterrizó con las piernas separadas en una actitud putesca, arreman­gada la falda sobre los muslos.
Él bajó los escalones y anduvo hacia el desierto diez pasos, veinte pasos, de espaldas. La puerta trasera de la barbería se abrió violentamente y el hueco se llenó de una hirviente turba. El pistolero divisó fugazmente a Sylvia Pittston. Abrió fuego. Cayeron agazapados, ha­cia atrás, se desplomaron sobre la barandilla y cayeron al polvo. No proyectaban sombra alguna bajo la violá­cea luz inmortal de aquella mañana. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que estaba gritando. Había estado gritando desde el principio. Sentía sus ojos como agrietados cojinetes de acero. Tenía los testículos encogidos contra el vientre. Sus piernas eran de ma­dera. Sus oídos, de hierro.
Los revólveres estaban descargados y ardían en las manos del pistolero, transfigurado en un Ojo y una Mano; y él se detuvo a gritar y recargar, ausente, con la mente en algún lugar remoto, dejando que sus manos se encargaran de la tarea. ¿Podía alzar una mano y ex­plicarles que se había pasado veinticinco años perfec­cionando este truco y otros más, hablarles de las pisto­las y de la sangre con que habían sido bendecidas? No con palabras. Pero sus manos eran capaces de explicar su propio relato.
Cuando terminó de cargar se hallaba ya al alcance de sus proyectiles y un bastón que le dio en la frente hizo saltar la sangre en avaras gotas. En un par de se­gundos estaría al alcance de sus puños. En primera línea vio a Kennerly, a una de sus hijas, de unos once
años de edad, a Soobie, a dos hombres que solían fre­cuentar el bar y a una habitual de la taberna llamada Amy Feldon. Les tocó a todos recibir y a los que venían detrás también. Los cuerpos cayeron derribados como si fueran espantapájaros. En todas direcciones volaban chorros de sangre y fragmentos de cerebro.
Se detuvieron por un instante, acoquinados, y el rostro de la turba se descompuso en múltiples rostros individuales, temblorosos y desconcertados. Un hom­bre echó a correr describiendo un gran círculo aulla­dor. Una mujer con ampollas en las manos alzó la ca­beza y cloqueó febrilmente hacia el cielo. Otro hombre, al que había visto antes gravemente sentado en los peldaños de la tienda, se ensució bruscamente en los pantalones.
Tuvo tiempo de recargar una pistola.
Y entonces vio a Sylvia Pittston correr hacia él, agi­tando en cada mano sendos crucifijos de madera. -¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡DIABLO! ¡ASESINO DE NIÑOS! ¡MONSTRUO! ¡DESTRUIDLO, HERMA­NOS Y HERMANAS! ¡DESTRUID AL INTRUSO ASESINO DE NIÑOS!
Envió una bala a cada una de las cruces, que se con­virtieron en astillas, y cuatro más a la cabeza de la mu­jer. Ésta pareció plegarse sobre sí misma como un acor­deón, y vacilar como un vaho de calor.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella por un ins­tante, mientras los dedos del pistolero ejecutaban el truco de la recarga. Las yemas de sus dedos crepitaron al quemarse y quedaron señaladas con unos círculos perfectos.
Sus enemigos eran cada vez menos; había pasado por ellos como la guadaña de un segador. Supuso que tras la muerte de la mujer se desbandarían, pero al­guien le arrojó un cuchillo. El mango le golpeó exacta­mente entre los ojos y le hizo caer por tierra. Todos corrieron hacia él como un coágulo maligno y deci­dido. Volvió a vaciar las recámaras, tendido sobre las vainas de los cartuchos gastados. Le dolía la cabeza y veía grandes círculos marrones ante sus ojos. Falló un tiro, derribó a once.
Pero los que quedaban en pie estaban ya sobre él. Disparó las cuatro balas que había logrado cargar antes de que se le echaran encima para pegarle y asestarle pu­ñaladas. Consiguió desasirse de un par de ellos, que su­jetaban su brazo izquierdo, y rodó por el suelo para alejarse. Sus manos comenzaron a efectuar el truco in­falible. Alguien le clavó un cuchillo en el hombro. Al­guien le clavó un cuchillo en la espalda. Le pegaron en las costillas. Le hundieron un puñal en las nalgas. Un chiquillo se escurrió hasta su lado y le produjo el único corte profundo, en la parte carnosa de la pantorrilla. El pistolero le voló la cabeza.
Comenzaron a dispersarse, y él siguió disparando sobre ellos. Los pocos que quedaban huyeron hacia los desvencijados edificios de color arena, mientras las ma­nos seguían con su truco, como perros anhelantes que desean ir a recoger el bastón no una ni dos veces, sino toda la noche, y las manos los exterminaban en plena carrera. El último llegó hasta los escalones del porche trasero de la barbería, y entonces la bala del pistolero se hundió en su nuca.
De nuevo reinó el silencio llenando espacios que­brados.
El pistolero sangraba por quizá veinte heridas dis­tintas, superficiales todas, salvo el corte en la pantorri­lla. Lo vendó con una tira arrancada de la camisa y luego se irguió y examinó a las víctimas.
Estaban esparcidas formando un retorcido y zigza­gueante sendero desde la puerta trasera de la barbería hasta el lugar donde se hallaba. Yacían en toda clase de posturas. Ninguno daba la impresión de estar dur­miendo.
Regresó al punto de partida, contando según an­daba. En el colmado yacía un hombre abrazado amoro­samente en torno al agrietado bote de caramelos que había arrastrado en su caída.
Terminó donde había empezado, en mitad de la de­sierta calle principal. Había matado a treinta y nueve hombres, catorce mujeres y cinco niños. Había matado a todos los habitantes de Tull.
Las primeras ráfagas de viento trajeron consigo un olor dulzón y enfermizo. Lo siguió, alzó la mirada y asintió para sí. En la taberna de Sheb yacía el deterio­rado cuerpo de Nort, con los miembros extendidos, crucificado con estaquillas de madera. Sobre la piel de su frente mugrienta se destacaba la huella, grande y amoratada, de una pata hendida.
Abandonó la población. La mula le esperaba entre unos matojos, a unos cuarenta metros de distancia en lo que antes había sido la ruta de las diligencias. El pis­tolero la condujo de vuelta al establo de Kennerly. Fuera, el viento interpretaba una melodía dentada. Acomodó la mula y volvió a la taberna. En el cobertizo de atrás encontró una escala de mano, la apoyó en la fachada y desclavó el cuerpo de Nort. Pesaba menos que una bolsa de astillas. Lo dejó caer en el suelo, entre la gente común. Luego pasó al interior, comió hambur­guesas y bebió tres cervezas mientras se debilitaba la luz y comenzaba a volar la arena. Aquella noche dur­mió en la cama donde había yacido con Allie. No tuvo sueños. A la mañana siguiente el viento había amai­nado y el sol brillaba de nuevo con su acostumbrado resplandor. El viento había arrastrado los cuerpos ha­cia el sur, como resecas plantas rodadoras. A media mañana, después de vendarse todas las heridas, tam­bién él se puso en movimiento.


18


El pistolero pensó que Brown se había quedado dormido. El fuego era apenas una chispa y el pájaro, Zoltan, había ocultado la cabeza bajo el ala.
Estaba a punto de levantarse y de extender un jer­gón en una esquina cuando Brown rompió el silencio:
-Ya está. Ya lo ha contado. ¿Se siente mejor?
El pistolero se sobresaltó.
-¿Por qué habría de sentirme mal?


-Me ha dicho que era usted humano, no un demo­nio. ¿O acaso me mentía?
-No mentía. -A regañadientes, tuvo que admitir el hecho: Brown le gustaba. Sinceramente, era así. Y no había mentido al morador sobre ningún aspecto-. ¿Quién es usted, Brown? Realmente, , quiero decir.
-Sólo yo -respondió, imperturbable-. ¿Por qué se cree usted tan misterioso?
El pistolero encendió un cigarrillo sin contestar.
-Me parece que está usted muy cerca de su hom­bre de negro -observó Brown-. ¿Está él desesperado?
-No lo sé.
-¿Y usted?
-Todavía no -dijo el pistolero. Luego, mirando a Brown con una pizca de desafío, añadió-: Hago lo que tengo que hacer.
-Entonces ya va bien -asintió Brown. Se dio la vuelta y se dispuso a dormir.




19


Por la mañana Brown le dio de comer y salió a des­pedirlo. A la luz del día era una figura sorprendente, con el pecho huesudo y atezado, las clavículas como lá­pices y una ensortijada mata de pelo rojo. El ave estaba posada en su hombro.
-¿Y la mula? -preguntó el pistolero. -Me la comeré -dijo Brown. -Muy bien.
Brown le tendió la mano y el pistolero se la estre­chó. El morador señaló hacia el sur con la cabeza. -Vaya con calma.
-Ya lo sabe.
Se saludaron con sendas inclinaciones de cabeza y el pistolero echó a andar, festoneado con odres de agua y pistolas. Una sola vez volvió la vista atrás. Brown es­carbaba furiosamente en su pequeño maizal. El cuervo permanecía sobre el bajo techo de la vivienda, como una gárgola.


20


El fuego estaba casi consumido y las estrellas co­menzaban a palidecer. El viento se paseaba inquieta­mente. El pistolero, dormido, se revolvió y se aquietó de nuevo. Tuvo un sueño sediento. En la oscuridad era invisible la forma de las montañas. Se habían desvane­cido los remordimientos. El calor del desierto los había resecado. En cambio, descubrió que sus pensamientos giraban cada vez más en torno a Cort, que le había en­señado a disparar. Cort sabía distinguir lo blanco de lo negro.
Nuevamente se agitó y abrió los ojos. Parpadeó va­rias veces, contemplando el fuego r muerto cuya forma se superponía a la más geométrica del fuego anterior. Era un romántico, lo sabía, pero lo guardaba celosa­mente para sí.
Esto, desde luego, le hizo pensar otra vez en Cort. No sabía dónde se hallaba Cort. El mundo había cam­biado.El pistolero se echó la bolsa al hombro y empezó a moverse.

No hay comentarios: